martes, 27 de junio de 2017

Extracto del Dialogo FEDRO de Platón.

Platón
Fedro
o de la belleza
Sócrates – Fedro
Extracto.-  

Fedro
Escucha.
Sócrates
Venid, musas ligias, nombre que debéis a la dulzura de vuestros cantos{10}, o a la pasión de los ligienses{11} por vuestras divinas melodías; yo os invoco, sostened mi debilidad en este discurso, que me arranca mi buen amigo, sin duda para añadir un nuevo título, después de otros muchos, a la gloria de su querido Lisias. He aquí su discurso:
«En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia resolución es preciso comenzar por averiguar sobre qué se va a tratar, porque de no ser así se incurriría en mil errores.
La mayor parte de los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se aperciben, desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la discusión, les sucede necesariamente no entenderse, ni con los demás, ni consigo mismos.
»Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas bellas no es siempre el amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. Tan pronto estos dos principios están en armonía, tan pronto se combaten, y la victoria pertenece indistintamente, ya a uno, ya a otro.
Cuando el gusto del bien, que la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia.
Pero la [279] intemperancia muda de nombre, según los diferentes objetos sobre que se ejercita y de las formas diversas que viste, y el hombre dominado por la pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un nombre que no es bueno ni honroso llevar.
Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto del bien, inspirado por la razón y a los demás deseos, se llama glotonería, y los entregados a esta pasión se les da el epíteto de glotones. Cuando es el deseo de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se sabe el título injurioso que se da al que a él se abandona.
En fin, lo mismo sucede con todos los deseos de esta clase, y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que son víctimas de su tiranía. Ya es fácil adivinar la persona a que voy a parar después de este preámbulo; sin embargo, creo que debo explicarme con toda claridad.
Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase sólo a la belleza corporal, su poder se hace irresistible, y sacando su nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor.»
«Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes de las deferencias que se pueden tener, sea para con un amante, sea para con un amigo libre de amor. El que está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible.
Un espíritu enfermo encuentra su placer en abandonarse por completo a sus caprichos, mientras que todo lo que le contraría o le provoca le es insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en rebajarle y humillarle hasta verle debajo.
El ignorante es inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos y aun otros más vergonzosos regocijarán al amante, si los encuentra en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procurará hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros.
Pero, sobre todo, será celoso, prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más perfecto, más hombre, lo causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este estudio al que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio.
Por último, se esforzará en todo y por todo en mantenerle, en la ignorancia, para obligarle a no tener más ojos que los del [281] mismo amante, y le será tanto más agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la relación moral, no hay guía más malo, ni compañero más funesto, que un hombre enamorado.
»Veamos ahora lo que los cuidados de un amante, cuya pasión precisa a sacrificar lo bello y lo honesto a lo agradable, harán del cuerpo que posee. Se le verá rebuscar un joven delicado y sin vigor, educado a la sombra y no a la claridad del sol, extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios gimnásticos, acostumbrado a una vida muelle de delicias, supliendo con perfumes y artificios la belleza que ha perdido, y en fin, no teniendo nada en su persona y en sus costumbres que no corresponda a este retrato.
Todo esto es evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos solamente, resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las demás ocasiones peligrosas, este joven afeminado sólo podrá inspirar audacia a sus enemigos y temor a sus amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.
»También debemos examinar, en qué el trato y la influencia de un amante pueden ser útiles o dañosos, no al alma y al cuerpo, sino a los bienes del objeto amado. Es claro para todo el mundo, sobre todo para el mismo amante, que nada hay que desee tanto como ver a la persona que ama privada de lo más precioso, más estimado y más sagrado que tiene. Le vería con gusto perder su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, que mira como censores y como obstáculos a su dulce comercio.
Si la persona amada posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más difícil seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducido. La fortuna del que ama le incomoda, y se regocijará con su ruina. En fin, deseará verle todo el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar doméstico, para alargar el [282] momento en que habrá de cesar de gozar de sus favores.
»Un Dios ha mezclado a la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una cortesana, tan expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos semejantes no carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los momentos debe llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio dice, que los que son de una misma edad se atraen naturalmente.
 En efecto, cuando las edades son las mismas, la conformidad de gustos y de humor, que de ello resulta, predispone la amistad, y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos. En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre todo en la sociedad de un amante, cuya edad se aleja de la de la persona amada. Si es un viejo que se enamora de uno más joven, no le dejará día y noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia aquel, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en servirse de él sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal que causa a la persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres, esperan a este desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los años, afligido de los achaques de la edad, de que no puede librarse; y con más razón no podrá sufrir el roce, a que sin cesar se verá amenazado, sin una extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos, en todas sus conversaciones, oye de boca de su amante, tan pronto imprudentes y exageradas alabanzas, como reprensiones insoportables, que le dirige, cuando está en su buen sentido; porque cuando la embriaguez de la [283] pasión llega a extraviarle, sin tregua y sin miramiento le llena de ultrajes, que le cubren de vergüenza.
»El amante, mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como funesto; cuando la pasión se extinga, se mostrará sin fe, y venderá a aquel que sedujo con sus promesas magnificas, con sus juramentos y con sus súplicas, y a quien sólo la esperanza de los bienes prometidos pudo con gran dificultad decidir a soportar relación tan funesta.
Cuando llega el momento de verse libre de esta pasión, obedece a otro dueño, sigue otro guía, es la razón y la sabiduría las que reinan en él, y no el amor y la locura; se ha hecho otro hombre sin conocimiento de aquel de quien estaba enamorado. El joven exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que ha hecho, lo que ha dicho, como si hablase al mismo hombre.
Este, lleno de confusión, no quiere confesar el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo sacudirse de los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de su loca pasión. Sin embargo, ha entrado en sí mismo y es ya bastante capaz para no dejarse llevar de iguales extravíos, y para no volver de nuevo al antiguo camino de perdición. Se ve precisado a evitar a aquel que amaba en otro tiempo, y vuelta la concha{12}, en vez de perseguir, es él el que huye.
Al joven no le queda otro partido que sufrir bajo el peso de sus remordimientos por haber ignorado desde el principio que valía más conceder sus favores a un amigo frío y dueño de sí mismo, que a un hombre, cuyo amor necesariamente ha turbado la razón.
»Obrando de otra manera, es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido, incómodo, celoso, repugnante, perjudicial a su fortuna, dañoso a su salud, y sobre todo, [284] funesto al perfeccionamiento de su alma, que es y será en todos tiempos la cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses.
He aquí, joven querido, las verdades que debes meditar sin cesar, no olvidando jamás que la ternura de un amante no es una afección benévola, sino un apetito grosero que quiere saciarse:
Como el lobo ama al cordero,
El amante ama al amado.
»
Sócrates
Pues bien, Lisias no ha hablado de él, ni tú mismo, en este discurso que has pronunciado por mi boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios.
Sin embargo, si el amor es un Dios o alguna cosa divina, como así es, no puede ser malo, pero nuestros discursos le han representado como tal, y por lo tanto son culpables de impiedad para con el Amor. Además, yo los encuentro impertinentes y burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón, ni verdad, toman el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y sorprender su admiración.
Ya ves que debo someterme a una expiación, y para los que se engañan en teología hay una antigua expiación que Homero no ha imaginado, pero que Stesícore [287] ha practicado. Porque privado de la vista por haber maldecido a Helena, no ignoró, como Homero, el sacrilegio que había cometido; pero, como hombre verdaderamente inspirado por las musas, comprendió la causa de su desgracia, y publicó estos versos: No, esta historia no es verdadera; no, jamás entrarás en las soberbias naves de Troya, jamás entrarás en Pérgamo.
Y después de haber compuesto todo su poema, conocido con el nombre de Palinodia, recobró la vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo, yo seré más cauto que los dos poetas, porque antes que el Amor haya castigado mis ofensivos discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero esta vez hablaré con cara descubierta, y la vergüenza no me obligará a tapar mi cabeza como antes.
Sócrates
Figúrate, mi querido joven, que el primer discurso era de Fedro, hijo de Pitocles, del barrio de Mirrinos, y que el que voy a pronunciar es de Stesícore de Himero, hijo de Eufemos. He aquí, cómo es preciso hablar.
No, no hay nada de verdadero en el primer discurso; no, no hay que desdeñar a un amante apasionado y abandonarse al hombre sin amor, por la sola razón de estar el uno delirante y el otro en su sano juicio.
Esto sería muy bueno, si fuese evidente que el delirio es un mal; pero es todo lo contrario; al delirio inspirado por los dioses es al que somos deudores de los más grandes bienes.
Al delirio se debe que la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de [289] Dodona hayan hecho numerosos y señalados servicios a las repúblicas de la Grecia y a los particulares. Cuando han estado a sangre fría, poco o nada se les debe.
No quiero hablar de la Sibila, ni de todos aquellos, que habiendo recibido de los dioses el don de profecía, han inspirado a los hombres sabios pensamientos, anunciándoles el porvenir, porque sería extenderme inútilmente sobre una cosa que nadie ignora.
Por otra parte, puedo invocar el testimonio de los antiguos, que han creado el lenguaje; no han mirado el delirio (μανία, manía) como indigno y deshonroso; porque no hubieran aplicado este nombre a la más noble de todas las artes, la que nos da a conocer el porvenir, y no la hubiera llamado μανιχή, (maniké) y si le dieron este nombre fue porque pensaron que el delirio es un don magnífico cuando nos viene de los dioses.
La actual generación, introduciendo indebidamente una t en esta palabra, han creado la de μαντιχή, (mantiké).
Por el contrario, la indagación del porvenir hecha por hombres sin inspiración, que observaban el vuelo de los pájaros y otros sinos, se la llamó οίονοίστίχή, (oionoistiké) porque estos adivinos buscaban, con el auxilio del razonamiento, dar al pensamiento humano la inteligencia y el conocimiento; y los modernos, mudando la antigua ό en su enfática ω han llamado este arte οίωνοίστίχή, (oionoistiké).
Por lo tanto, todo lo que la profecía tiene de perfección y de dignidad sobre el arte augural, tanto respecto del nombre como respecto de la cosa, otro tanto el delirio, que viene de los dioses, es más noble que la sabiduría que viene de los hombres; y los antiguos nos lo atestiguan.
Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias y de otros terribles azotes en castigo de un antiguo crimen, el delirio, apoderándose de algunos mortales y llenándoles de espíritu profético, los obligaba a buscar un remedio a estos males, y un refugio contra la cólera divina [290] con súplicas y ceremonias expiatorias.
Al delirio se han debido las purificaciones y los ritos misteriosos que preservaron de los males presentes y futuros al hombre verdaderamente inspirado y animado de espíritu profético, descubriéndole los medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión, que es la inspirada por las musas; cuando se apodera de un alma inocente y virgen aún, la trasporta y le inspira odas y otros poemas que sirven para la enseñanza de las generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos héroes.
Pero todo el que intente aproximarse al santuario de la poesía, sin estar agitado por este delirio que viene de las musas, o que crea que el arte sólo basta para hacerle poeta, estará muy distante de la perfección; y la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los cantos que respiran un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a los mortales el delirio inspirado por los dioses, y podría citar otras muchas. Por lo que guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese tímido discurso, que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado por la pasión. Para que nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que nos demostrara, que los dioses que inspiran el amor no quieren el mayor bien, ni para el amante, ni para el amado.
Nosotros probaremos, por el contrario, que los dioses nos envían esta especie de delirio para nuestra mayor felicidad. ¡Nuestras pruebas excitarán el desdén de los falsos sabios, pero habrán de convencer a los sabios verdaderos!
Por lo pronto es preciso determinar exactamente la naturaleza del alma divina y humana por medio de la observación de sus facultades y propiedades.
Partiremos de este principio: toda alma es inmortal, porque todo lo que se mueve en movimiento continuo es inmortal. El ser que comunica el movimiento o el que le [291] recibe, en el momento en que cesa de ser movido, cesa de vivir; sólo el ser que se mueve por sí mismo, no pudiendo dejar de ser el mismo, no cesa jamás de moverse; y aún más, es, para los otros seres que participan del movimiento, origen y principio del movimiento mismo.
Un principio no puede ser producido; porque todo lo que comienza a existir debe necesariamente ser producido por un principio, y el principio mismo no ser producido por nada, porque, si lo fuera, dejaría de ser principio. Pero si nunca ha comenzado a existir, no puede tampoco ser destruido. Porque si un principio pudiese ser destruido, no podría él mismo renacer de la nada, ni nada tampoco podría renacer de él, si como hemos dicho, todo es producido necesariamente por un principio.
Así, el ser que se mueve por sí mismo, es el principio del movimiento, y no puede ni nacer, ni perecer, porque de otra manera el cielo entero y todos los seres, que han recibido la existencia, se postrarían en una profunda inmovilidad, y no existiría un principio que les volviera el movimiento, una vez destruido. Queda, pues, demostrado, que lo que se mueve por si mismo es inmortal, y nadie temerá afirmar, que el poder de moverse por sí mismo es la esencia del alma.
En efecto, todo cuerpo, que es movido por un impulso extraño, es inanimado; todo cuerpo que recibe el movimiento de un principio interior, es animado; tal es la naturaleza del alma. Si es cierto que lo que se mueve por sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue necesariamente, que el alma no tiene, ni principio, ni fin. Pero basta ya sobre su inmortalidad.
Ocupémonos ahora del alma en sí misma. Para decir lo que ella es, sería preciso una ciencia divina y desenvolvimientos sin fin. Para hacer comprender su naturaleza por una comparación, basta una ciencia humana y algunas palabras. Digamos, pues, que el alma se parece a las fuerzas combinadas de un tronco de caballos y un [292] cochero; los corceles y los cocheros de las almas divinas son excelentes y de buena raza, pero, en los demás seres, su naturaleza está mezclada de bien y de mal. Por esta razón, en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno excelente y de buena raza, y el otro muy diferente del primero y de un origen también muy diferente; y un tronco semejante no puede dejar de ser penoso y difícil de guiar.
¿Pero cómo, entre los seres animados, unos son llamados mortales y otros inmortales? Esto es lo que conviene esclarecer.
El alma universal rige la materia inanimada, y hace su evolución en el universo, manifestándose bajo mil formas diversas. Cuando es perfecta y alada, campea en lo más alto de los cielos, y gobierna el orden universal.
Pero cuando ha perdido sus alas, rueda en los espacios infinitos, hasta que se adhiere a alguna cosa sólida, y fija, allí su estancia; y cuando ha revestido un cuerpo terrestre, que desde aquel acto, movido por la fuerza, que le comunica, parece moverse por sí mismo, esta reunión de alma y cuerpo se llama un ser vivo, con el aditamento de ser mortal.
En cuanto al nombre de inmortal, el razonamiento no puede definirlo, pero nosotros nos lo imaginamos; y sin haber visto jamás la sustancia a la que este nombre conviene, y sin comprenderla suficientemente, conjeturamos que un ser inmortal es el formado por la reunión de un alma y de un cuerpo  unidos de toda eternidad.
 Pero sea lo que Dios quiera, y dígase lo que se quiera, para nosotros basta que expliquemos, cómo las almas pierden sus alas. He aquí quizá la causa.
La virtud de las alas consiste en llevar lo que es pesado hacia las regiones superiores, donde habita la raza de los dioses, siendo ellas participantes de lo que es divino más que todas las cosas corporales. Es divino todo lo que es bello, bueno, verdadero, y todo lo que posee cualidades análogas, y también lo es lo que nutre y fortifica las alas [293] del alma; y todas las cualidades contrarias como la fealdad, el mal, las ajan y echan a perder.
El Señor omnipotente, que está en los cielos, Júpiter, se adelanta el primero, conduciendo su carro alado, ordenando y vigilándolo todo. El ejército de los dioses y de los demonios le sigue, dividido en once tribus; porque de las doce divinidades supremas sólo Vesta queda en el palacio celeste; las once restantes, en el orden que les está prescrito, conducen cada una la tribu que preside. ¡Qué encantador espectáculo nos ofrece la inmensidad del cielo, cuando los inmortales bienaventurados realizan sus revoluciones llenando cada uno las funciones que les están encomendadas! Detrás de ellos marchan los que quieren y pueden servirles, porque en la corte celestial está desterrada la envidia.
Cuando van al festín y banquete que les espera, avanzan por un camino escarpado hasta la cima más elevada de la bóveda de los cielos. Los carros de los dioses, mantenidos siempre en equilibrio por sus corceles dóciles al freno, suben sin esfuerzo; los otros caminan con dificultad, porque el corcel malo pesa sobre el carro inclinado y le arrastra hacia la tierra, si no ha sido sujetado por su cochero entonces es cuando el alma sufre una prueba y sostiene una terrible lucha. Las almas de los que se llaman inmortales, cuando han subido a lo más alto del cielo, se elevan por cima de la bóveda celeste y se fijan sobre su convexidad; entonces se ven arrastradas por un movimiento circular, y contemplan durante esta evolución lo que se halla fuera de esta bóveda, que abraza el universo.
Ninguno de los poetas de este mundo ha celebrado nunca la región que se extiende por cima del cielo; ninguno la celebrará jamás dignamente. He aquí, sin embargo, lo que es, porque no hay temor de publicar la verdad, sobre todo, cuando se trata de la verdad. La esencia sin color, sin forma, impalpable, no puede contemplarse sino por la [294] guía del alma, la inteligencia; en torno de la esencia está la estancia de la ciencia perfecta que abraza la verdad toda entera.
El pensamiento de los dioses, que se alimenta de inteligencia y de ciencia sin mezcla, como el de toda alma ávida del alimento que la conviene, gusta ver la esencia divina de que hacía tiempo estaba separado, y se entrega con placer a la contemplación de la verdad, hasta el instante en que el movimiento circular la lleve al punto de su partida.
Durante esta revolución, contempla la justicia en sí, la sabiduría en sí, no esta ciencia que está sujeta a cambio y que se muestra diferente según los distintos objetos, que nosotros, mortales, queremos llamar seres, sino la ciencia, que tiene por objeto el ser de los seres. Y cuando ha contemplado las esencias y está completamente saciado, se sume de nuevo en el cielo y entra en su estancia apenas ha llegado, el cochero conduce los corceles al establo, en donde les da ambrosía para comer y néctar para beber. Tal es la vida de los dioses.
Entre las otras almas, la que sigue a las almas divinas con paso más igual y que más las imita, levanta la cabeza de su cochero hasta las regiones superiores, y se ve arrastrada por el movimiento circular; pero, molestada por sus corceles, apenas puede entrever las esencias. Hay otras, que tan pronto suben, como bajan, y que arrastradas acá y allá por sus corceles, aperciben ciertas esencias y no pueden contemplarlas todas.
En fin, otras almas siguen de lejos, aspirando como las primeras a elevarse hacia las regiones superiores, pero sus esfuerzos son impotentes, están como sumergidas y errantes en los espacios inferiores, y, luchando con ahínco por ganar terreno, se ven entorpecidas y completamente abatidas; entonces ya no hay más que confusión, combate y lucha desesperada: y por la poca maña de sus cocheros, muchas de estas almas se ven lisiadas, y otras ven caer una a [295] una las plumas de sus alas; todas, después de esfuerzos inútiles e impotentes para elevarse hasta la contemplación del ser absoluto, desfallecen, y en su caída no les queda más alimento que las conjeturas de la opinión. Este tenaz empeño de las almas por elevarse a un punto desde donde puedan descubrir la llanura de la verdad, nace de que sólo en esta llanura pueden encontrar un alimento capaz de nutrir la parte más noble de sí mismas, y de desenvolver las alas que llevan al alma lejos de las regiones inferiores.
Es una ley de Adrasto, que toda alma que ha podido seguir al alma divina y contemplar con ella alguna de las esencias, esté exenta de todos los males hasta un nuevo viaje, y si su vuelo no se debilita, ignorará eternamente sus sufrimientos.
Pero cuando no puede seguir a los dioses, cuando por un extravío funesto, llena del impuro alimento del vicio y del olvido, se entorpece y pierde sus alas, entonces cae en esta tierra; una ley quiere que en esta primera generación y aparición sobre la tierra no anime el cuerpo de ningún animal.
El alma que ha visto, lo mejor posible, las esencias y la verdad, deberá constituir un hombre, que se consagrará a la sabiduría, a la belleza, a las musas y al amor;
la que ocupa el segundo lugar será un rey justo o guerrero o poderoso;
la de tercer lugar, un político, un financiero, un negociante;
la del cuarto, un atleta infatigable o un médico;
la del quinto, un adivino o un iniciado;
la del sexto, un poeta o un artista;
la del sétimo, un obrero o un labrador;
la del octavo, un sofista o un demagogo;
 la del noveno, un tirano.
En todos estos estados, a todo el que ha practicado la justicia, le espera después de su muerte un destino más alto; el que la ha violado cae en una condición inferior.
El alma no puede volver a la estancia de donde ha partido, sino después de un destierro de diez mil años: porque no recobra sus [296] alas antes, a menos que haya cultivado la filosofía con un corazón sincero o amado a los jóvenes con un amor filosófico.
A la tercer revolución de mil años, si ha escogido tres veces seguidas este género de vida, recobra sus alas y vuela hacia los dioses en el momento en que la última, a los tres mil años, se ha realizado.
 Pero las otras almas, después de haber vivido su primer existencia, son objeto de un juicio: y una vez juzgadas, las unas descienden a las entrañas de la tierra para sufrir allí su castigo; otras, que han obtenido una sentencia favorable, se ven conducidas a un paraje del cielo, donde reciben las recompensas debidas a las virtudes que hayan practicado durante su vida terrestre después de mil años, las unas y las otras son llamadas para un nuevo arreglo de las condiciones que hayan de sufrir, y cada una puede escoger el género de vida que mejor le parezca.
De esta manera el alma de un hombre puede animar una bestia salvaje, y el alma de una bestia animar un hombre, con tal que éste haya sido hombre en una existencia anterior. Porque el alma que no ha vislumbrado la verdad, no puede revestir la forma humana.
En efecto, el hombre debe comprender lo general; es decir, elevarse de la multiplicidad de las sensaciones a la unidad racional.
 Esta facultad no es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra alma ha visto, cuando seguía al alma divina en sus evoluciones, cuando, echando una mirada desdeñosa sobre lo que nosotros llamamos seres, se elevaba a la contemplación del verdadero ser.
Por esta razón es justo que el pensamiento del filósofo tenga solo alas, pensamiento que se liga siempre cuanto es posible por el recuerdo a las esencias, a que Dios mismo debe su divinidad.
El hombre que sabe servirse de estas reminiscencias, está iniciado constantemente en los misterios de la infinita perfección, y sólo se hace él mismo verdaderamente perfecto.
Desprendido de los cuidados que agitan a los [297] hombres, y curándose sólo de las cosas divinas, el vulgo pretende sanarle de su locura y no ve que es un hombre inspirado.
A esto tiende todo este discurso sobre la cuarta especie de delirio. Cuando un hombre apercibe las bellezas de este mundo y recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero sintiendo su impotencia, levanta, como el pájaro, sus miradas al cielo, desprecia las ocupaciones de este mundo, y se ve tratado como insensato.
De todos los géneros de entusiasmo este es el más magnífico en sus causas y en sus efectos para el que lo ha recibido en su corazón, y para aquel a quien ha sido comunicado; y el hombre que tiene este deseo y que se apasiona por la belleza, toma el nombre de amante.
En efecto, como ya hemos dicho, toda alma humana ha debido necesariamente contemplar las esencias, pues de no ser así, no hubiera podido entrar en el cuerpo de un hombre.
Pero los recuerdos de esta contemplación no se despiertan en todas las almas con la misma facilidad; una no ha hecho más que entrever las esencias; otra, después de su descenso a la tierra, ha tenido la desgracia de verse arrastrada hacia la injusticia por asociaciones funestas, y olvidar los misterios sagrados que en otro tiempo había contemplado.
Un pequeño número de almas son las únicas que conservan con alguna claridad este recuerdo. Estas almas, cuando aperciben alguna imagen de las cosas del cielo, se llenan de turbación y no pueden contenerse, pero no saben lo que experimentan, porque sus percepciones no son bastante claras.
Y es que la justicia, la sabiduría y todos los bienes del alma, han perdido su brillantez en las imágenes que vemos en este mundo. Entorpecidos nosotros mismos con órganos groseros, apenas pueden algunos, aproximándose a estas imágenes, reconocer ni aun el modelo que ellas representan.
Nos estuvo reservado contemplar la belleza del todo radiante, cuando, [298] mezclados con el coro de los bienaventurados, marchábamos con las demás almas en la comitiva de Júpiter y de los demás dioses, gozando allí del más seductor espectáculo; e iniciados en los misterios, que podemos llamar divinos, los celebrábamos exentos de la imperfección y de los males, que en el porvenir nos esperaban, y éramos admitidos a contemplar estas esencias perfectas, simples, llenas de calma y de beatitud, y las visiones que irradiaban en el seno de la más pura luz; y, puros nosotros, nos veíamos libres de esta tumba que llamamos nuestro cuerpo, y que arrastramos con nosotros, como la ostra sufre la prisión que la envuelve.
Deben disimularse estos rodeos, debidos al recuerdo de una felicidad que no existe y que echamos de menos.
En cuanto a la belleza, ella brilla, como ya he dicho, entre todas las demás esencias, y en nuestra estancia terrestre, donde lo eclipsa todo con su brillantez, la reconocemos por el más luminoso de nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos del cuerpo.
No puede, sin embargo, percibir la sabiduría, porque sería increíble nuestro amor por ella, si su imagen y las imágenes de las otras esencias, dignas de nuestro amor, se ofreciesen a nuestra vista, tan distintas y tan vivas como son. Pero al presente sólo la belleza tiene el privilegio de ser a la vez un objeto tan sorprendente como amable.
El alma que no tiene un recuerdo reciente de los misterios divinos, o que se ha abandonado a las corrupciones de la tierra, tiene dificultad en elevarse de las cosas de este mundo hasta la perfecta belleza por la contemplación de los objetos terrestres, que llevan su nombre; antes bien, en vez de sentirse movida por el respeto hacia ella, se deja dominar por el atractivo del placer, y, como una bestia salvaje, violando el orden eterno, se abandona a un deseo brutal, y en su comercio grosero no teme, no se avergüenza de consumar un placer contra naturaleza.
Pero el [299] hombre, que ha sido perfectamente iniciado, que contempló en otro tiempo el mayor número de esencias, cuando ve un semblante que remeda la belleza celeste o un cuerpo que le recuerda por sus formas la esencia de la belleza, siente por lo pronto como un temblor, y experimenta los terrores religiosos de otro tiempo; y fijando después sus miradas en el objeto amable, le respeta como a un Dios, y si no temiese ver tratado su entusiasmo de locura, inmolaría víctimas al objeto de su pasión, como a un ídolo, como a un Dios.
A su vista, semejante a un hombre atacado de la fiebre, muda de semblante, el sudor inunda su frente, y un fuego desacostumbrado se infiltra en sus venas{14}; en el momento en que ha recibido por los ojos la emanación de la belleza siente este dulce calor que nutre las alas del alma; esta llama hace derretir la cubierta, cuya dureza las impedía hacía tiempo desenvolverse. La afluencia de este alimento hace que el miembro, raíz de las alas, cobre vigor, y las alas se esfuerzan por derramarse por toda el alma, porque primitivamente el alma era toda alada.
En este estado, el alma entra en efervescencia e irritación; y esta alma, cuyas alas empiezan a desarrollarse, es como el niño, cuyas encías están irritadas y embotadas por los primeros dientes. Las alas, desenvolviéndose, le hacen experimentar un calor, una dentera, una irritación del mismo género. En presencia de un objeto bello recibe las partes de belleza que del mismo se desprenden y emanan, y que han hecho dar al deseo el nombre de imeros, experimenta un calor suave, se reconoce satisfecho y nada en la alegría.
Pero cuando está separada del objeto amado, el fastidio la consume, los poros del alma por donde salen las alas se desecan, se cierran, de suerte que no tienen ya salida. Presa del deseo y encerradas en su prisión. las alas se agitan, [300] como la sangre se agita en las venas; hacen empuje en todas direcciones, y el alma, aguijoneada por todas partes se pone furiosa y fuera de sí de tanto sufrir, mientras el recuerdo de la belleza la inunda de alegría.
Estos dos sentimientos la dividen y la turban, y en la confusión a que la arrojan tan extrañas emociones, se angustia, y en su frenesí no puede, ni descansar de noche, ni gozar durante el día de alguna tranquilidad; y antes bien, llevada por la pasión, se lanza a todas partes donde cree encontrar su querida belleza.
Ha vuelto a verla; ha recibido de nuevo sus emanaciones; en el momento se vuelven a abrir los poros que estaban obstruidos, respira y no siente ya el aguijón del dolor, y gusta durante estos cortos instantes el placer más encantador. Así es, que el amante no quiere separarse de la persona que ama, porque nada le es más precioso que este objeto tan bello; madre, hermano, amigos, todo lo olvida; pierde su fortuna abandonada sin experimentar la menor sensación; deberes, atenciones que antes tenía complacencia en respetar, nada le importan; consiente ser esclavo y adormecerse, con tal que se vea cerca del objeto de sus deseos; y si adora al que posee la belleza, es porque sólo en él encuentra alivio a los tormentos que sufre.
A esta afección, precioso joven, los hombres la llaman amor; los dioses la dan un nombre tan singular, que quizá te haga sonreír. Algunos homerianos nos citan, según creo, dos versos de su poeta, que han conservado, uno de los cuales es muy injurioso al amor y verdaderamente poco conveniente.
«Los mortales le llaman Eros, el dios alado; los inmortales le llaman el Pteros, el que da alas.»
Se puede admitir o desechar la autoridad de estos dos versos; siempre es cierto que la causa y la naturaleza de la afección de los amantes son tales como yo las he descrito.
Si el hombre enamorado ha sido uno de los que antes siguieron a Júpiter, tiene más fuerza para resistir al Dios [301] alado que ha venido a caer sobre él; los que han sido servidores de Marte y le han seguido en su revolución alrededor del cielo, cuando se ven invadidos por el amor, y se creen ultrajados por el objeto de su pasión, se ven arrastrados por un furor sangriento, que los lleva a inmolarse con su ídolo.
Así es que cada cual honra al Dios cuya comitiva seguía, y le imita en su vida tanto cuanto está en su poder, por lo menos, durante la primer generación y mientras no está corrompido; y esta imitación la lleva a cabo en sus intimidades amorosas y en todas las demás relaciones.
Cada hombre escoge un amor según su carácter, le hace su Dios, le levanta una estatua en su corazón, y se complace en engalanarla, como para rendirla adoración y celebrar sus misterios.
Los servidores de Júpiter buscan un alma de Júpiter en aquel que adoran, examinan si gustan de la sabiduría y del mando, y cuando le han encontrado tal como le desean y le han consagrado su amor, hacen los mayores esfuerzos por desenvolver en él tan nobles inclinaciones.
Si no se han entregado desde luego por entero a las ocupaciones que corresponden a esto, se dedican, sin embargo, y trabajan en perfeccionarse mediante las enseñanzas de los demás y los esfuerzos propios. Intentan descubrir en sí mismos el carácter de su Dios, y lo consiguen, porque se ven forzados a volver sin cesar sus miradas del lado de este Dios; y cuando lo han conseguido por la reminiscencia, el entusiasmo los trasporta, y toman de él sus costumbres y sus hábitos, tanto, por lo menos, cuanto es posible al hombre participar de la naturaleza divina.
Como atribuyen este cambio dichoso a la influencia del objeto amado, le aman más; y si Júpiter es el origen divino de donde toman su inspiración, semejantes a las bacantes, la derraman sobre el objeto de su amor, y en cuanto pueden le hacen semejante a su Dios.
Los que han viajado en la comitiva de Juno buscan un alma regia, y desde que la han encontrado, obran para [302] con ella de la misma manera.
En fin, todos aquellos que han seguido a Apolo o a los otros dioses, arreglando su conducta sobre la base de la divinidad que han elegido, buscan un joven del mismo natural; y cuando le poseen, imitando su divino modelo, se esfuerzan en persuadir a la persona amada a que haga otro tanto, y de esta manera le amoldan a las costumbres de su Dios, y le comprometen a reproducir este tipo de perfección en cuanto les es posible lejos de concebir sentimientos de envidia y de baja malevolencia contra él, todos sus deseos, todos sus esfuerzos, tienden sólo a hacerle semejante a ellos mismos y al Dios a que rinden culto.
Tal es el celo de que se ven animados los verdaderos amantes, y si consiguen buena acogida para su amor, su victoria es una iniciación; y la persona amada, que se deja subyugar por un amante que ama con delirio, se abandona a una pasión noble, que es para él un origen de felicidad. Su derrota tiene lugar de esta manera.
Hemos distinguido en cada alma tres partes diferentes por medio de la alegoría de los corceles y del cochero. Sigamos, pues, con la misma figura. Uno de los dos corceles, decíamos, es de buena raza, el otro es vicioso. Pero ¿de dónde nace la excelencia del uno y el vicio del otro? Esto es lo que no hemos dicho, y lo que vamos a explicar ahora.
El primero tiene soberbia planta, formas regulares y bien desenvueltas, cabeza erguida y carnerada; es blanco con ojos negros; ama la gloria con sabio comedimiento; tiene pasión por el verdadero honor; obedece, sin que se le castigue, a las exhortaciones y a la voz del cochero.
El segundo tiene los miembros contrahechos, toscos, desaplomados, la cabeza gruesa y aplastada, el cuello corto: es negro, y sus ojos verdes y ensangrentados; no respira sino furor y vanidad; sus oídos velludos están sordos a los gritos del cochero, y con dificultad obedece a la espuela y al látigo. [303]
A la vista del objeto amado, cuando el cochero siente que el fuego del amor penetra su alma toda y que el aguijón del deseo irrita su corazón, el corcel dócil, dominado ahora y siempre por las leyes del pudor, se contiene, para no insultar al objeto amado; pero el otro corcel no atiende al látigo ni al aguijón, da botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez a su guía y a su compañero, se precipita violentamente sobre el objeto amado para disfrutar en él de placeres sensuales.
Por lo pronto, el guía y el compañero se resisten, se indignan contra esta violencia odiosa y culpable; pero al fin, cuando el mal no tiene límites, se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y prometen consentirlo todo. Se aproximan al objeto bello, y contemplan esta aparición en todo su resplandor. A su vista, el recuerdo del cochero se fija en la esencia de la belleza; y se figura verla, como en otro tiempo, en la estancia de la pureza, colocada al lado de la sabiduría. Esta visión le llena de un terror religioso, se echa atrás, y esto le obliga a tirar de las riendas con tanta violencia, que los dos corceles se encabritan al mismo tiempo, el uno de buena gana, porque no está acostumbrado a hacer resistencia, el otro de mala porque siempre tiende a la violencia y a la rebelión.
Mientras reculan, el uno, lleno de pudor y de arrobamiento, inunda el alma toda de sudor; el otro, insensible ya a la impresión del freno y al dolor de su caída, apenas tomó aliento, prorrumpió en gritos de furor, vertiendo injurias contra su guía y su compañero, echándoles en cara el haber abandonado por cobardía y falta de corazón su puesto y tratándoles de perjuros. Los estrecha, a pesar de ellos, a volver a la carga, y, accediendo a sus súplicas, les concede algunos instantes de plazo. Terminada esta tregua, ellos fingen no haber pensado en esto; pero el corcel malo, recordándoles su compromiso, haciéndoles violencia y relinchando con furor, los arrastra y los fuerza a renovar [304] sus tentativas para con el objeto amado.
 Apenas se aproximan, el corcel malo se echa, se estira, y, entregándose a movimientos libidinosos, muerde el freno y se atreve a todo con desvergüenza. Pero entonces el cochero experimenta más fuertemente aún la impresión de antes, se echa atrás, como el jinete que va a tocar la barrera, y tira con mayor fuerza de las riendas del corcel indómito, rompe sus dientes, magulla su lengua insolente, ensangrienta su boca, le obliga a sentar en tierra sus piernas y muslos y le hace pasar mil angustias. Cuando, a fuerza de sufrir, el corcel vicioso ha visto abatido su furor, baja la cabeza y sigue la dirección que desea el cochero, y al percibir el objeto bello se muere de terror. entonces solamente es cuando el amante sigue con modestia y pudor al que ama.
Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado al igual de un Dios por un amante que no finge amor, sino que está sinceramente apasionado, siente despertarse en él la necesidad de amar. Si antes sus camaradas u otras personas han denigrado en su presencia este sentimiento, diciendo que es cosa fea tener una relación amorosa, y si semejantes discursos han hecho que rechazara a su amante, el tiempo trascurrido, la edad, la necesidad de amar y de ser amado le obligan bien pronto a recibirle en su intimidad.
Porque no puede estar en los decretos del destino, que se amen dos hombres malos, ni que dos hombres de bien no puedan amarse. Cuando la persona amada ha acogido al que ama y ha gozado de la dulzura de su conversación y de su sociedad, se ve como arrastrado por esta pasión, y comprende que la afección de todos sus amigos y de todos sus parientes no es nada, cotejada con la que le inspira su amante.
Cuando han mantenido esta relación por algún tiempo y se han visto y han estado en contacto en los gimnasios o en otros puntos, la corriente de estas emanaciones que Júpiter, enamorado de [305] Ganimedes, llamó deseo, se dirige a oleadas hacia el amante, entra en su interior en parte, y cuando ha penetrado así, lo demás se manifiesta al exterior; y, como el aire o un sonido reflejado por un cuerpo liso o sólido, las emanaciones de la belleza vuelven al alma del bello joven por el canal de los ojos, y abriendo a las alas todas sus salidas las nutren y las desprenden y llenan de amor el alma de la persona amada.
Ama, pues, pero no sabe qué; no comprende lo que experimenta, ni tampoco podría decirlo; se parece al hombre que por haber contemplado por mucho tiempo en otros ojos enfermos, sintiese que su vista se oscurecía; no conoce la causa de su turbación, y no se apercibe de que se ve en su amante como en un espejo.
Cuando está en su presencia, siente en sí mismo que se aplacan sus dolores; cuando ausente, le echa de menos cuanto puede echarse; y siente una afección que es como la imagen del amor, y a la cual no da el nombre de amor sino que la llama amistad. Sin embargo, desea como su amante, aunque con menos ardor, verle, tocarle, abrazarle y participar de su lecho, y sin duda no tardará en satisfacer este deseo. Mientras duermen en un mismo lecho, al corcel indócil le ocurre mucho que decir al cochero, y por premio de tantos sufrimientos pide un instante de placer.
El corcel del joven amado no tiene nada que decir, pero experimentando algo que no comprende, estrecha a su amante entre sus brazos, y le prodiga los más expresivos besos, y mientras permanezcan tan inmediatos el uno al otro, no tendrá fuerza para rehusar los favores que su amante exija. Pero el otro corcel y el cochero lo resisten en nombre del pudor y de la razón.
Si la parte mejor del alma es la más fuerte y triunfa y los guía hacia una vida ordenada, siguiendo los preceptos de la sabiduría, pasan ellos sus días en este mundo felices y unidos. Dueños de sí mismos viven como [306] hombres honrados, porque han subyugado lo que llevaba el vicio a su alma, y dado un vuelo libre a lo que engendra la virtud.
Al morir, alados y aliviados de todo peso grosero, salen vencedores en uno de los tres combates que se pueden llamar verdaderamente olímpicos; y es tan grande este bien, que ni la sabiduría humana, ni el delirio que viene de los dioses, pueden proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el contrario, han adoptado un género de vida más vulgar y contrario a la filosofía, aunque sin violar las leyes del honor, en medio de la embriaguez, en un momento de olvido y de extravío, sucederá sin duda que los corceles indómitos de los dos amantes, sorprendiendo sus almas, los conducirán hacia un mismo fin; escogerán entonces el género de vida más lisonjero a los ojos del vulgo, y se precipitarán a gozar.
 Cuando se han saciado, aún gustan de los mismos placeres, pero no con profusión, porque no los aprueba decididamente el alma. Tienen el uno para el otro una afección verdadera, pero menos fuerte que la de los puros amantes, y cuando su delirio ha cesado, creen haberse dado las prendas más preciosas de una fe recíproca; y creerían cometer un sacrilegio si rompieran los lazos que les ligan, para abrir sus corazones al aborrecimiento. Al fin de su vida, sin alas aún, pero ya impacientes por tomarlas, sus almas abandonan sus cuerpos, de suerte que su delirio amoroso recibe una gran recompensa. Porque la ley divina no permite que los que han comenzado su viaje celeste, sean precipitados en las tinieblas subterráneas, sino que pasan una vida brillante y dichosa en eterna unión, y, cuando reciben alas, las obtienen juntos, a causa del amor que les ha unido sobre la tierra.
Tales son, mi querido joven, los maravillosos y divinos bienes que te procurará la afección de un amante; pero la amistad de un hombre sin amor, que sólo cuenta [307] con una sabiduría mortal, y que vive entregado por entero a los vanos cuidados del mundo, no puede producir, en el alma de la persona que ama, más que una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da el nombre de virtud, pero que le hará andar errante, privado de razón en la tierra y en las cavernas subterráneas durante nueve mil años.
Aquí tienes, ¡oh Amor!, la mejor y más bella palinodia que he podido cantarte en expiación de mi crimen. Si mi lenguaje ha sido demasiado poético, Fedro es el responsable de tales extravíos. Perdóname por mi primer discurso y recibe éste con indulgencia; echa sobre mí una mirada de benevolencia y benignidad; no me arrebates; ni disminuyas en mí por cólera, este arte de amar, cuyo presente me has hecho tú mismo; concédeme que, ahora más que nunca, esté ciegamente apasionado por la belleza.
Si Fedro y yo te hemos ultrajado al principio groseramente, no acuses más que a Lisias, origen de este discurso; haz que renuncie a esas composiciones frívolas, y llámale hacia la filosofía, que su hermano Polemarco ha abrazado ya, con el fin de que su amante, que me escucha, libre de la incertidumbre que ahora le atormenta, pueda consagrar, sin miras secretas, su vida entera al amor dirigido por la filosofía.
Sócrates
No parece bien que un amigo de las musas ignore estas cosas. Dícese que las cigarras eran hombres antes del nacimiento de las musas. Cuando estas nacieron y el canto con ellas, hubo hombres, que de tal manera se arrebataron al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo olvidar la de comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte, sin apercibirse de ello. De estos hombres nacieron las cigarras, y las musas les concedieron el privilegio de no tener necesidad de ningún alimento, sino que, desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además de esto van a anunciar a las musas, cuál es, entre los mortales, el que rinde homenaje a cada una de ellas.
Así es que, haciendo conocer a Terpsícore los que la honran en los coros, hacen que esta divinidad sea más propicia a sus favorecidos. A Erato dan cuenta de los nombres de los que cultivan la poesía erótica; y a las otras musas hacen conocer los que las conceden la especie de culto que conviene a los atributos de cada una; a Caliope, que es la de mayor edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de los hombres, son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí materia para hablar y no dormir en esta hora del día.
Sócrates
Hemos distinguido cuatro especies de delirio divino, según los dioses que le inspiran, atribuyendo la inspiración profética ( 1) a Apolo, la de los iniciados (2) a  Baco, la de los poetas a (3) las Musas, y en fin, la de los amantes a (4)  Afrodites y a Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor es el más divino de todos. Inspirados nosotros por el soplo del Dios del amor, tan pronto aproximándonos como alejándonos de la verdad, y formando un discurso plausible, yo no sé cómo hemos llegado a componer, como por vía de diversión, un himno, decoroso sí, pero mitológico al Amor, mi dueño, como lo es tuyo, Fedro, que es el Dios que preside a la belleza.
Sócrates
Puesto que el arte oratorio no es más que el arte de conducir las almas, es preciso que el que quiera hacerse orador sepa cuántas especies de almas hay. Hay cierto número de ellas y tienen ciertas cualidades, de donde procede que los hombres tienen diferentes caracteres. Senada esta división, es preciso distinguir también cada especie de discursos por sus cualidades particulares.
Sócrates
¿Sabes cuál es el medio de hacerte más ACEPTO a los ojos de Dios por tus discursos escritos o hablados? [340]
Sócrates
Me contaron que cerca de Naucratis{31}, en Egipto, hubo un Dios, uno de los más antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis.
Este Dios se llamaba Teut{32}. Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.
El rey Tamus reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad del alto Egipto, que los griegos llaman Tebas egipcia, y que está, bajo la protección del Dios que ellos llaman Ammon.
Teut se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era extenderlas entre los egipcios.
El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Teut le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Tamus aprobaba o desaprobaba.
Dícese que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura:
«¡Oh rey!, le dijo Teut, esta invención hará a los [341] egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener{33}. —Ingenioso Teut, respondió el rey, el genio que inventa las artes no está en el caso que la sabiduría que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación.
Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos.
Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu.
Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma.
Porque, cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.»
Fedro
Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo mismo lo harías de todos los países del universo, si quisieras.
Sócrates
Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Júpiter en Dodona, decían que los primeros oráculos salieron de una encina.
Los hombres de otro tiempo, que no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían escuchar a una encina o a una piedra{34}, con tal que la piedra o la encina dijesen verdad.
Pero tú necesitas saber el [342] nombre y el país del que habla, y no te basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.
Fedro
Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como el tebano.
Sócrates
El que piensa transmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio y seguramente ignora el oráculo de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.
Fedro
Lo que acabas de decir es muy exacto.
Sócrates
Este es, mi querido Fedro, el inconveniente, así de la escritura como de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero interrogadlas, y veréis que guardan un grave silencio.
Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos creéis que piensan; pero pedidles alguna explicación sobre el objeto que contienen y os responden siempre la misma cosa.
Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, y no sabiendo, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse.
Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su padre ; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.
Fedro
Tienes también razón.
Sócrates
Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana [343] legítima de esta elocuencia bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más poderosa que la otra.
Fedro
¿Qué discurso es y cuál es su origen?
Sócrates
El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia, es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo.
Fedro
Hablas del discurso vivo y animado, que reside en el alma del que está en posesión de la ciencia, y al lado del cual el discurso escrito no es más que un vano simulacro.
Sócrates
Eso mismo es. Dime: un jardinero inteligente que tuviese semillas que estimara en mucho y que quisiese ver fructificar, ¿las plantaría, juiciosamente en estío en los jardines de Adonis{35}, para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días?, o más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría indudablemente las reglas de la agricultura, y las sembraría, en un terreno conveniente, contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
Fedro
Seguramente, mi querido Sócrates, él se ocuparía de las unas seriamente, y respecto a las otras lo miraría como un recreo.
Sócrates
Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello y de lo bueno, ¿tendrá, según nuestros principios, menos [344] sabiduría que el jardinero en el empleo de sus semillas?
Fedro
Yo no lo creo.
Sócrates
Después de depositarlas en agua negra, no irá a sembrarlas con el auxilio de una pluma y con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces de enseñar suficientemente la verdad.
Fedro
No es probable.
Sócrates
No, ciertamente; pero si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en los jardines de la escritura para divertirse; y formando un tesoro de recuerdos para sí mismo, llegado que sea a la edad en que se resienta la memoria, y lo mismo para todos los demás que lleguen a la vejez, se regocijará viendo crecer estas tiernas plantas; y mientras los demás hombres se entregarán a otras diversiones, pasando su vida en orgías y placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de que acabo de hablar.
Fedro
Es en efecto, Sócrates, un honroso entretenimiento, si se le compara con esos vergonzosos placeres, el ocuparse de discursos y alegorías{36} sobre la justicia y demás cosas de que tú has hablado.
Sócrates
Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble ocuparse seriamente, auxiliado por la dialéctica y tropezando con un alma bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia discursos capaces de defenderse por sí mismos y defender al que los ha sembrado, y que, en vez de ser estériles, germinarán y producirán en otros corazones otros [345] discursos que, inmortalizando la semilla de la ciencia, darán a todos los que la posean la mayor de las felicidades de la tierra.
Fedro
Lo creo, pero recuérdame las conclusiones.
Sócrates
Antes de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla o escribe; antes de estar en disposición de dar una definición general y de distinguir los diferentes elementos, descendiendo hasta sus partes indivisibles; antes de haber penetrado por el análisis en la naturaleza del alma, y de haber reconocido la especie de discursos que es propia para convencer a los distintos espíritus; dispuesto y ordenado todo de manera que a un alma compleja se ofrezcan discursos llenos de complejidad y de armonía, y a un alma sencilla discursos sencillos, es imposible manejar perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir, como queda bien demostrado en todo lo que precede.
Fedro
En efecto, tal ha sido nuestra conclusión. [346]
Sócrates
¿Pero qué?, sobre la cuestión de si es lícito o vergonzoso pronunciar o escribir discursos, y bajo qué condiciones este título de autor de discursos puede convertirse en un ultraje, lo que hemos dicho hasta aquí, no nos ha ilustrado suficientemente?
Fedro
Explícate.
Sócrates
Hemos dicho, que si Lisias o cualquier otro ha compuesto o llega a componer un escrito sobre un objeto de interés público o privado, si ha redactado leyes, que son, por decirlo así, escritos políticos, y si piensa que hay en ellos mucha solidez y mucha claridad, no sacará otro fruto que la vergüenza que tendrá, dígase lo que se quiera. Porque ignorar, sea dormido, sea despierto, lo que es justo o injusto, bueno o malo, ¿no sería la cosa más vergonzosa, aun cuando la multitud toda entera nos cubriera de aplausos?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Pero supóngase un hombre que piensa que en todo discurso escrito, no importa sobre qué objeto, hay mucho superfluo; que ningún discurso escrito o pronunciado, sea en verso, sea en prosa, debe mirársele como un asunto serio, (a la manera de aquellos trozos que se recitan sin discernimiento y sin ánimo de instruir y con el solo objeto de agradar), y que, en efecto, los mejores discursos escritos no son más que una ocasión de reminiscencia, para los hombres que ya saben; supóngase que también cree que los discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente en el alma, que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los únicos donde se encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad, y que tales discursos son hijos legítimos de su autor; primero, los que él mismo [347] produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en otras almas sin desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce más que estos y desecha con desprecio todos los demás; este hombre podrá ser tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.
Fedro
Sí, yo lo deseo, y así lo pido a los dioses.
Sócrates
Basta de diversión sobre el arte de hablar; y tú vas a decir a Lisias, que habiendo bajado al arroyo de las ninfas y al asilo de las musas, hemos oído discursos ordenándonos que fuésemos a decir a Lisias y a todos los autores de discursos, después a Homero y a todos los poetas líricos o no líricos, y, en fin, a Solón y a todos los que han escrito discursos del género político, bajo el nombre de leyes, que si, componiendo estas obras, alguno de ellos está seguro de poseer la verdad, y si es capaz de defender lo que ha dicho, cuando se le someta a un serio examen, y de superar sus escritos con sus palabras, no deberá llamarse autor de discursos, sino tomar su nombre de la ciencia a la que se ha consagrado por completo.
Fedro
¿Qué nombre quieres darles?
Sócrates
El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece que sólo conviene a Dios mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y estaría más en armonía con la debilidad humana.
Fedro
Lo que dices es muy racional.
Sócrates
Pero el que no tiene cosa mejor que lo que ha escrito y compuesto con despacio, atormentando su pensamiento y añadiendo y quitando sin cesar, nosotros les dejaremos los nombres de poetas, y de autores de leyes y de discursos. [348]


———
{1} Lisias nació en Atenas en 459 y murió en 379, antes de Jesucristo; perteneció al partido democrático y fue desterrado a Megara durante la oligarquía. Ésta condenó a muerte a su hermano Polemarco y a su cuñado Dionisidoro.
{2} Casa llamada así de uno llamado Moriquia.
{3} Sócrates tenía poca simpatía por la democracia ateniense, y así se burla de los oradores populares.
{4} Este Heródico era médico.
{5} Sócrates andaba habitualmente descalzo, y sólo se ponía sandalias en convites o actos semejantes. (Véase el Banquete.)
{6} Es sabido que hay dos sistemas de exégesis religiosa: 1º, el sistema de los racionalistas que acepta los hechos de la historia religiosa, reduciéndolos a las proporciones de la historia humana y natural (hipótesis objetiva); 2º, el sistema de los mitológicos, que niega a estas historias toda realidad histórica, y no ve en estas leyendas sino mitos, producto espontáneo del espíritu humano y de las alegorías morales y metafísicas (hipótesis sujetiva). Este capítulo de Platón nos prueba la existencia de la exégesis racionalista 400 años antes de JC.
{7} Sócrates profesaba el mayor respeto a las leyes religiosas de su país, pero cuando la religión estaba en pugna con la moral, sacrificaba la religión. (Véase a Eutifron.) Sócrates era reformador en moral y conservador en religión, cosa insostenible. A una nueva moral correspondía una nueva religión, y esto hizo el cristianismo, que Sócrates preparó sin presentirlo.
{8} Cada uno de los arcontes juraba, al posesionarse del cargo, consagrar a Delfos su propia estatua, si se dejaba corromper.
{9} Estatua de Júpiter, que los descendientes de Cipselos [276] consagraron a Olimpo, conforme al voto que habían hecho, si recobraban el poder soberano en Corinto.
{10} Λίγεια, quiere decir armoniosa.
{11} Los ligurienses, pueblo de la alta Italia.
{12} Alusión a un juego, en el que para saber quién era el perseguidor y quién el perseguido, se arrojaba al aire una concha blanca por un lado y negra por otro.
{13} Ninguno de los autores antiguos explica lo que era el demonio de Sócrates, y esto hace creer que este demonio no era otra cosa que la voz de su conciencia, o una de esas divinidades intermedias con que la escuela alejandrina pobló después el mundo. Con esto coincide el dicho de Séneca: en el corazón de un hombre de bien, yo no sé qué Dios, pero habita un Dios.
{14} Véase la Oda de Safo.
{15} Alusión al verso 65 del canto III de la Iliada.
{16} Proverbio ateniense.
{17} Zenón de Elea, el amigo de Parménides, porque poseía la ciencia universal como Palámedes. (El Escoliasta.)
{18} «Las cigarras».
{19} Los griegos dicen que Pan es hijo de Penélope y de Hermes. (Herodoto, lib. II, núm. 145.)
{20} El autor de la vida de Homero atribuye este epitafio a este poeta. Pero Diógenes Laercio se apoya en el testimonio de Simónides para achacarlo a Cleobulo.
{21} Estos dos procedimientos son la definición y la división.
{22} El método analítico, como dice Platón, comprende el análisis, como punto de partida, y la síntesis, como término. Va de la unidad a la multiplicidad, después sube de la multiplicidad a la unidad; he aquí el análisis.
{23} Homero, Odissea, 1. V, 193. L. VII, 38.
{24} Los reyes de Persia y Lacedemonia.
{25} Aristóteles, Retórica, III, 16.
{26} Prodico de Julis, en la isla de Ceos, discípulo de Protágoras, condenado a beber la cicuta algún tiempo después de la muerte de Sócrates.
{27} Protágoras de Abdera, discípulo de Demócrito (489-408 antes de JC), acusado de impiedad por los atenienses, huyó en un barquichuelo y pereció en las aguas. fue legislador de Turio.
{28} Aristóteles en su Retórica, (III, 1) habla de la habilidad de Trasimaco de Calcedonia para conmover a los jueces, y del libro que escribió para excitar a la compasión.
{29} Platón emplea con intención como elogios las injurias que el vulgo dirigía a Sócrates y sus adversarios los sofistas.
{30} Séneca, Cartas a Lucilio, 65.
{31} Ciudad del Delta sobre el brazo canópico del Nilo.
{32} Cicerón, De natura deorum, 22, 56.
{33} Eurípides, en el Palámedes, llama a las letras remedio contra el olvido.
{34} Locución proverbial tomada de Homero, Iliada, XXII, 126. Odisea, XIX, 163.
{35} Véase la segunda parte de las Siracusanas. (Teócrito, XV idilio.)
{36} Alusión a los mitos de los diálogos.
{37} Isócrates, nacido en 436, emigró a Quios en 404 antes de JC durante la tiranía de los treinta. Se dejó morir de hambre después de la batalla de Queronea.
{38} Véase la traducción de este trozo en Cicerón, Orator, c. XII.




domingo, 25 de junio de 2017

Mujeres filósofas. Artículo de Wikipedia la Enciclopedia Libre.


Una gran cantidad de mujeres se ha dedicado a la filosofía a lo largo de la historia pero con frecuencia su pensamiento ha sido silenciado, o bien, se ha transmitido de manera fragmentada.

Existen testimonios de mujeres filósofas al menos desde la Grecia antigua y un número relativamente pequeño de ellas fueron consideradas como tal en las épocas antiguamedievalmoderna y contemporánea, especialmente durante los siglos XX y XXI, apenas hay mujeres filósofas que hayan entrado en el canon filosófico occidental.1 2 

La falta de reconocimiento está conectado con el papel secundario al que se ha relegado a las mujeres en la sociedad. También las actitudes de algunos filósofos occidentales que atribuían al hombre un carácter racional y a la mujer un potencial más emotivo e intuitivo. De esta opinión fueron AristótelesTomás de AquinoRousseauHegelSchopenhauer y Nietzsche.

En la filosofía antigua en Occidente, mientras que la filosofía académica era típicamente del dominio de filósofos masculinos como Platón y Aristóteles, filósofas como Hiparquia de Maronea (activa hacia el año 325 aC), Areta de Cirene (activa en el siglo V-IV aC) y Aspasia de Mileto (470-400 aC) mantuvieron también actividad durante este período. Una notable filósofa medieval fue Hipatia de Alejandria  (siglo V).
Filósofas modernas destacadas fueron Mary Wollstonecraft (1759-1797) y Margaret Fuller (1810-1850). Entre las filósofas contemporáneas influyentes están Susanne Langer (1895-1985), Hannah Arendt (1906-1975), Simone de Beauvoir (1908-1986), Mary Midgley (1919), Mary Warnock (1924), Celia Amorós (1944), Julia Kristeva (1941), Patricia Churchland (nacida en 1943), Susan Haack (nacida en 1945) y Amelia Valcárcel (1950).
A principios del siglo XIX, algunas universidades del Reino Unido y Estados Unidos comenzaron a admitir a las mujeres, dando lugar a nuevas generaciones de mujeres académicas. 

Sin embargo, investigaciones del Departamento de Educación de los Estados Unidos realizados a finales de los años 1990 del siglo XX indicaban que la filosofía era uno de los campos más desiguales en las humanidades con respecto a la presencia de varones y mujeres.3 Las mujeres constituian apenas el 17% del estudiantado en la Facultad de filosofía.4 En 2014, Inside Higher Education describió la filosofía "... con una historia propia en la disciplina de la misoginia y acoso sexual" de las mujeres estudiantes y profesoras.5 Jennifer Saul, profesora de filosofía en la Universidad de Sheffield, declaró en 2015 que las mujeres "... están dejando la filosofía después de haber sido acosadas, agredidas o haber sufrido represalias".6
A principios de los años noventa, la Asociación Filosófica Canadiense afirmó que existe un desequilibrio de género y sesgo de género en el campo académico de la filosofía.7 En junio de 2013, un profesor de sociología estadounidense declaró que "de todas las citas recientes en cuatro prestigiosas revistas de filosofía, las mujeres representan sólo el 3,6% del total". Los editores de la Enciclopedia de Stanford de la Filosofía han trasladado su preocupación sobre la subrepresentación de las mujeres filósofas,7 y reclaman a editores y escritores garantizar que se incluyan las contribuciones de las mujeres filósofas.
Según Eugene Sun Park, "la filosofía es predominantemente blanca y predominantemente masculina, esta homogeneidad existe en casi todos los aspectos y en todos los niveles de la disciplina".2 Susan Price sostiene que el "... canon filosófico sigue dominado por los hombres blancos -la disciplina que ... todavía sigue al mito de que el genio está ligado al género."8Según Saul," la filosofía, la más antigua de las humanidades, es también la más masculina (y la más blanca). Si bien otras áreas de las humanidades se acercan a la paridad de género, la filosofía es en realidad más abrumadoramente masculina incluso que las matemáticas."9

"Me fui a hojear al menos tres enciclopedias filosóficas y de todos estos nombres (salvo Hipatia) no encontré ningún rastro. No es que no hayan existido mujeres filósofas. Es que los filósofos han preferido olvidarlas, quizás después de haberse apropiado de sus ideas" dice el escritor y filósofo italiano Umberto Ecco en "Filosofare al femminile" recordando la existencia de Diotima, Arete, Nicarete, Ipazia, Astasia, Teodora, Leoncia y Caterina de Siena, a propósito de la publicación en Francia de Histoire des femmes philosophes de Gilles Menage, latinista del siglo XVII, preceptor de Madame de Sévigné y de Madame de Lafayette cuyo libro, aparecido en 1690, se titulaba originalmente Mulierum philosopharum historia.10

Las ciencias de la comunicación o comunicología .


Según un artículo publicado en la Enciclopedia Libre  Wikipedia, estas agrupan disciplinas que estudian, analizan o discuten los fenómenos sociales relacionados con la comunicación, así como los medios que se emplean y el conjunto semiótico que construyen, generando sus propios métodos de estudio y herramientas analíticas.
El objeto de estudio de las ciencias de la comunicación –los procesos y fenómenos de comunicación-, con frecuencia es también abordado por otras disciplinas, entre las que es posible mencionar la sociolingüística, la sociología, la antropología social, la cibernética y la psicología social, entre otras.
Aunque es posible hablar de comunicación masiva desde la invención de la imprenta por Gutenberg, no fue sino hasta la década de 1920 cuando se llevaron a cabo los primeros estudios sobre la influencia de la propaganda en el contexto de la Europa de la Segunda Guerra Mundial, con el ascenso de los regímenes fascistas de Alemania e Italia.
Si bien los clásicos griegos como Aristóteles, Gorgias y Sócrates, hablaron de la persuasión como un modo para llevar a cabo el proceso de la comunicación; estos autores se quedaron en el nivel lógico-semántico de la cuestión y no plantearon el asunto desde el punto de vista de una sociedad completa.
Aunque la retórica fue elaborada por Aristóteles hace ya más de 2300 años, se basó en la observación empírica y esto fue el cimiento de la gran infraestructura de la comunicación. Cabe destacar que, sobre todo, se enfocaba en el orador. La retórica tuvo mucho menos interés en lo que había más allá del orador, en los que escuchaban (el público), ni tampoco en la retroalimentación que en algún momento se podía dar.
En la antigüedad, la retórica tuvo un enorme prestigio como disciplina, y fue vista como un modelo en el cual una sola persona podía convencer a todo un público. Sin embargo este enfoque tiene un interés limitado desde el punto de vista más descriptivo de la ciencia moderna.

El enfoque científico de la comunicación exigía un análisis empírico de los efectos medibles u observables de la comunicación. Lo que diferencia a la comunicación de lo que comúnmente se denominan ciencias sociales, es el trabajo con un enfoque metodológico para el estudio de una determinada "realidad". Se debe de estudiar la comunicación desde una perspectiva más crítica, de una manera más científica basada en modelos verificables y susceptibles de ser mejorados, perfeccionados o generalizados. El campo de estudio de las ciencias de la comunicación es muy extenso y, por esta razón, es muy complicado abordar todos los aspectos relevantes y cada uno de sus "rincones".

Subespecialidades y otras disciplinas.

La comunicación abarca una gran variedad de especialidades, entre las que destacan: la comunicación social, la comunicación institucional, la comunicación organizacional, las redes sociales , las telecomunicaciones, el periodismo, la publicidad, las relaciones públicas, la psicología organizacional y la comunicación audiovisual.

El objeto de estudio de las ciencias de la comunicación –los procesos y fenómenos de comunicación– también es abordado con frecuencia por otras disciplinas, entre las cuales es posible mencionar a la lingüística, la traductología, la sociología, la ciencia política, la cibernética y la psicología. También se incluye la educación, que a su vez abarca la pedagogía y la andragogía.