Fedro
Escucha.
Sócrates
Venid, musas ligias, nombre que debéis a la
dulzura de vuestros cantos{10}, o a la pasión de los ligienses{11} por
vuestras divinas melodías; yo os invoco, sostened mi debilidad en este
discurso, que me arranca mi buen amigo, sin duda para añadir un nuevo título,
después de otros muchos, a la gloria de su querido Lisias. He aquí su
discurso:
«En todas las cosas, querido mío, para tomar una
sabia resolución es preciso comenzar por averiguar sobre qué se va a tratar,
porque de no ser así se incurriría en mil errores.
La mayor parte de
los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que
apenas se aperciben, desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así
es que, avanzando en la discusión, les sucede necesariamente no entenderse,
ni con los demás, ni consigo mismos.
»Que el amor es un
deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas
bellas no es siempre el amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al
que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le
gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus
movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto
reflexivo del bien. Tan pronto estos dos principios están en armonía, tan
pronto se combaten, y la victoria pertenece indistintamente, ya a uno, ya a
otro.
Cuando el gusto del bien, que la razón nos
inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo
irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el
nombre de intemperancia.
Pero la [279]
intemperancia muda de nombre, según los diferentes objetos sobre que se
ejercita y de las formas diversas que viste, y el hombre dominado por la
pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un
nombre que no es bueno ni honroso llevar.
Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez
al gusto del bien, inspirado por la razón y a los demás deseos, se llama
glotonería, y los entregados a esta pasión se les da el epíteto de glotones.
Cuando es el deseo de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se sabe el
título injurioso que se da al que a él se abandona.
En fin, lo mismo
sucede con todos los deseos de esta clase, y nadie ignora los nombres
degradantes que suelen aplicarse a los que son víctimas de su tiranía. Ya es
fácil adivinar la persona a que voy a parar después de este preámbulo; sin
embargo, creo que debo explicarme con toda claridad.
Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra
alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la
belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase
sólo a la belleza corporal, su poder se hace irresistible, y sacando su
nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor.»
«Pues bien, amigo
mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su
naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros principios,
examinemos las ventajas o los inconvenientes de las deferencias que se pueden
tener, sea para con un amante, sea para con un amigo libre de amor. El que
está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente
buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible.
Un espíritu enfermo
encuentra su placer en abandonarse por completo a sus caprichos, mientras que
todo lo que le contraría o le provoca le es insoportable. El hombre enamorado
verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con el objeto de
su amor, y trabajará sin tregua en rebajarle y humillarle hasta verle debajo.
El ignorante es
inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador
brillante y fácil, el de espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos
defectos y aun otros más vergonzosos regocijarán al amante, si los encuentra
en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procurará hacerlos nacer en
su alma, o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros.
Pero, sobre todo,
será celoso, prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más
perfecto, más hombre, lo causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal
irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de
la divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este estudio
al que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio.
Por último, se
esforzará en todo y por todo en mantenerle, en la ignorancia, para obligarle
a no tener más ojos que los del [281] mismo amante, y le será tanto más
agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la
relación moral, no hay guía más malo, ni compañero más funesto, que un hombre
enamorado.
»Veamos ahora lo
que los cuidados de un amante, cuya pasión precisa a sacrificar lo bello y lo
honesto a lo agradable, harán del cuerpo que posee. Se le verá rebuscar un
joven delicado y sin vigor, educado a la sombra y no a la claridad del sol,
extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios gimnásticos, acostumbrado
a una vida muelle de delicias, supliendo con perfumes y artificios la belleza
que ha perdido, y en fin, no teniendo nada en su persona y en sus costumbres
que no corresponda a este retrato.
Todo esto es
evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos solamente,
resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las
demás ocasiones peligrosas, este joven afeminado sólo podrá inspirar audacia
a sus enemigos y temor a sus amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos
estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.
»También debemos
examinar, en qué el trato y la influencia de un amante pueden ser útiles o
dañosos, no al alma y al cuerpo, sino a los bienes del objeto amado. Es claro
para todo el mundo, sobre todo para el mismo amante, que nada hay que desee
tanto como ver a la persona que ama privada de lo más precioso, más estimado
y más sagrado que tiene. Le vería con gusto perder su padre, su madre, sus
parientes, sus amigos, que mira como censores y como obstáculos a su dulce
comercio.
Si la persona amada
posee grandes bienes en dinero o en tierras, sabe que le será más difícil
seducirle y que le encontrará menos dócil después de seducido. La fortuna del
que ama le incomoda, y se regocijará con su ruina. En fin, deseará verle todo
el tiempo posible sin mujer, sin hijos, sin hogar doméstico, para alargar el
[282] momento en que habrá de cesar de gozar de sus favores.
»Un Dios ha
mezclado a la mayor parte de los males que afligen a la humanidad un goce
fugitivo. Así la adulación, esta bestia cruel, este funesto azote, nos hace
gustar algunas veces un placer delicado. El comercio con una cortesana, tan
expuesto a peligros, y todas las demás relaciones y hábitos semejantes no
carecen de ciertas dulzuras pasajeras. Pero no basta que el amante dañe al
objeto amado, sino que la asidua comunicación en todos los momentos debe
llegar a ser desagradable. Un antiguo proverbio dice, que los que son de una
misma edad se atraen naturalmente.
En efecto, cuando las edades son las mismas,
la conformidad de gustos y de humor, que de ello resulta, predispone la
amistad, y, sin embargo, semejantes relaciones tienen también sus disgustos.
En todas las cosas, se dice, la necesidad es un yugo pesado, pero lo es sobre
todo en la sociedad de un amante, cuya edad se aleja de la de la persona
amada. Si es un viejo que se enamora de uno más joven, no le dejará día y
noche; una pasión irresistible, una especie de furor, le arrastrará hacia
aquel, cuya presencia le encanta sin cesar por el oído, por la vista, por el
tacto, por todos los sentidos, y encuentra un gran placer en servirse de él
sin tregua, ni descanso; y en compensación del fastidio mortal que causa a la
persona amada por su importunidad, ¿qué goces, qué placeres, esperan a este
desgraciado? El joven tiene a la vista un cuerpo gastado y marchitado por los
años, afligido de los achaques de la edad, de que no puede librarse; y con
más razón no podrá sufrir el roce, a que sin cesar se verá amenazado, sin una
extrema repugnancia. Vigilado con suspicaz celo en todos sus actos, en todas
sus conversaciones, oye de boca de su amante, tan pronto imprudentes y
exageradas alabanzas, como reprensiones insoportables, que le dirige, cuando
está en su buen sentido; porque cuando la embriaguez de la [283] pasión llega
a extraviarle, sin tregua y sin miramiento le llena de ultrajes, que le
cubren de vergüenza.
»El amante,
mientras su pasión dura, será un objeto tan repugnante como funesto; cuando
la pasión se extinga, se mostrará sin fe, y venderá a aquel que sedujo con
sus promesas magnificas, con sus juramentos y con sus súplicas, y a quien
sólo la esperanza de los bienes prometidos pudo con gran dificultad decidir a
soportar relación tan funesta.
Cuando llega el momento
de verse libre de esta pasión, obedece a otro dueño, sigue otro guía, es la
razón y la sabiduría las que reinan en él, y no el amor y la locura; se ha
hecho otro hombre sin conocimiento de aquel de quien estaba enamorado. El
joven exige el precio de los favores de otro tiempo, le recuerda todo lo que
ha hecho, lo que ha dicho, como si hablase al mismo hombre.
Este, lleno de
confusión, no quiere confesar el cambio que ha sufrido, y no sabe cómo
sacudirse de los juramentos y promesas que prodigó bajo el imperio de su loca
pasión. Sin embargo, ha entrado en sí mismo y es ya bastante capaz para no
dejarse llevar de iguales extravíos, y para no volver de nuevo al antiguo
camino de perdición. Se ve precisado a evitar a aquel que amaba en otro
tiempo, y vuelta la concha{12}, en vez de perseguir, es él el que
huye.
Al joven no le
queda otro partido que sufrir bajo el peso de sus remordimientos por haber
ignorado desde el principio que valía más conceder sus favores a un amigo
frío y dueño de sí mismo, que a un hombre, cuyo amor necesariamente ha
turbado la razón.
»Obrando de otra
manera, es lo mismo que abandonarse a un dueño pérfido, incómodo, celoso,
repugnante, perjudicial a su fortuna, dañoso a su salud, y sobre todo, [284]
funesto al perfeccionamiento de su alma, que es y será en todos tiempos la
cosa más preciosa a juicio de los hombres y de los dioses.
He aquí, joven
querido, las verdades que debes meditar sin cesar, no olvidando jamás que la
ternura de un amante no es una afección benévola, sino un apetito grosero que
quiere saciarse:
Como el lobo ama al
cordero,
El amante ama al amado.»
Sócrates
Pues bien, Lisias
no ha hablado de él, ni tú mismo, en este discurso que has pronunciado por mi
boca, mientras estaba yo encantado con tus sortilegios.
Sin embargo, si el
amor es un Dios o alguna cosa divina, como así es, no puede ser malo, pero
nuestros discursos le han representado como tal, y por lo tanto son culpables
de impiedad para con el Amor. Además, yo los encuentro impertinentes y
burlones, porque por más que no se encuentre en ellos razón, ni verdad, toman
el aire de aspirar a algo con lo que podrán seducir a espíritus frívolos y
sorprender su admiración.
Ya ves que debo
someterme a una expiación, y para los que se engañan en teología hay una
antigua expiación que Homero no ha imaginado, pero que Stesícore [287] ha
practicado. Porque privado de la vista por haber maldecido a Helena, no
ignoró, como Homero, el sacrilegio que había cometido; pero, como hombre
verdaderamente inspirado por las musas, comprendió la causa de su desgracia,
y publicó estos versos: No, esta historia no es verdadera; no, jamás
entrarás en las soberbias naves de Troya, jamás entrarás en Pérgamo.
Y después de haber
compuesto todo su poema, conocido con el nombre de Palinodia, recobró
la vista sobre la marcha. Instruido por este ejemplo, yo seré más cauto que
los dos poetas, porque antes que el Amor haya castigado mis ofensivos
discursos, quiero presentarle mi Palinodia. Pero esta vez hablaré con cara
descubierta, y la vergüenza no me obligará a tapar mi cabeza como antes.
Sócrates
Figúrate, mi
querido joven, que el primer discurso era de Fedro, hijo de Pitocles, del
barrio de Mirrinos, y que el que voy a pronunciar es de Stesícore de Himero,
hijo de Eufemos. He aquí, cómo es preciso hablar.
No, no hay nada de verdadero en el primer
discurso; no, no hay que desdeñar a un amante apasionado y abandonarse al
hombre sin amor, por la sola razón de estar el uno delirante y el otro en su
sano juicio.
Esto sería muy bueno, si fuese evidente que el
delirio es un mal; pero es todo lo contrario; al delirio inspirado por los
dioses es al que somos deudores de los más grandes bienes.
Al delirio se debe que la profetisa de Delfos y
las sacerdotisas de [289] Dodona hayan hecho numerosos y señalados servicios
a las repúblicas de la Grecia y a los particulares. Cuando han estado a
sangre fría, poco o nada se les debe.
No quiero hablar de la Sibila, ni de todos
aquellos, que habiendo recibido de los dioses el don de profecía, han
inspirado a los hombres sabios pensamientos, anunciándoles el porvenir,
porque sería extenderme inútilmente sobre una cosa que nadie ignora.
Por otra parte, puedo invocar el testimonio de
los antiguos, que han creado el lenguaje; no han mirado el delirio
(μανία, manía) como indigno y deshonroso; porque no hubieran
aplicado este nombre a la más noble de todas las artes, la que nos da a
conocer el porvenir, y no la hubiera llamado μανιχή, (maniké) y si le
dieron este nombre fue porque pensaron que el delirio es un don magnífico
cuando nos viene de los dioses.
La actual generación, introduciendo indebidamente
una t en esta palabra, han creado la de μαντιχή, (mantiké).
Por el contrario, la indagación del porvenir
hecha por hombres sin inspiración, que observaban el vuelo de los pájaros y
otros sinos, se la llamó οίονοίστίχή, (oionoistiké) porque estos
adivinos buscaban, con el auxilio del razonamiento, dar al pensamiento humano
la inteligencia y el conocimiento; y los modernos, mudando la antigua ό en
su enfática ω han llamado este arte οίωνοίστίχή, (oionoistiké).
Por lo tanto, todo lo que la profecía tiene de
perfección y de dignidad sobre el arte augural, tanto respecto del nombre
como respecto de la cosa, otro tanto el delirio, que viene de los dioses, es
más noble que la sabiduría que viene de los hombres; y los antiguos nos lo
atestiguan.
Cuando los pueblos han sido víctimas de epidemias
y de otros terribles azotes en castigo de un antiguo crimen, el delirio,
apoderándose de algunos mortales y llenándoles de espíritu profético, los obligaba
a buscar un remedio a estos males, y un refugio contra la cólera divina [290]
con súplicas y ceremonias expiatorias.
Al delirio se han debido las purificaciones y los
ritos misteriosos que preservaron de los males presentes y futuros al hombre
verdaderamente inspirado y animado de espíritu profético, descubriéndole los
medios de salvarse.
Hay una tercera clase de delirio y de posesión,
que es la inspirada por las musas; cuando se apodera de un alma inocente y
virgen aún, la trasporta y le inspira odas y otros poemas que sirven para la
enseñanza de las generaciones nuevas, celebrando las proezas de los antiguos
héroes.
Pero todo el que intente aproximarse al santuario
de la poesía, sin estar agitado por este delirio que viene de las musas, o
que crea que el arte sólo basta para hacerle poeta, estará muy distante de la
perfección; y la poesía de los sabios se verá siempre eclipsada por los
cantos que respiran un éxtasis divino.
Tales son las ventajas maravillosas que procura a
los mortales el delirio inspirado por los dioses, y podría citar otras
muchas. Por lo que guardémonos de temerle, y no nos dejemos alucinar por ese
tímido discurso, que pretende que se prefiera un amigo frío al amante agitado
por la pasión. Para que nos diéramos por vencidos por sus razones, sería preciso que
nos demostrara, que los dioses que inspiran el amor no quieren el mayor bien,
ni para el amante, ni para el amado.
Nosotros
probaremos, por el contrario, que los dioses nos envían esta especie de
delirio para nuestra mayor felicidad. ¡Nuestras pruebas excitarán el desdén
de los falsos sabios, pero habrán de convencer a los sabios verdaderos!
Por lo pronto es preciso determinar exactamente
la naturaleza del alma divina y humana por medio de la observación de sus
facultades y propiedades.
Partiremos de este principio: toda alma es
inmortal, porque todo lo que se mueve en movimiento continuo es inmortal. El
ser que comunica el movimiento o el que le [291] recibe, en el momento en que
cesa de ser movido, cesa de vivir; sólo el ser que se mueve por sí mismo, no
pudiendo dejar de ser el mismo, no cesa jamás de moverse; y aún más, es, para
los otros seres que participan del movimiento, origen y principio del
movimiento mismo.
Un principio no puede ser producido; porque todo
lo que comienza a existir debe necesariamente ser producido por un principio,
y el principio mismo no ser producido por nada, porque, si lo fuera, dejaría
de ser principio. Pero si nunca ha comenzado a existir, no puede tampoco ser
destruido. Porque si un principio pudiese ser destruido, no podría él mismo
renacer de la nada, ni nada tampoco podría renacer de él, si como hemos
dicho, todo es producido necesariamente por un principio.
Así, el ser que se mueve por sí mismo, es el
principio del movimiento, y no puede ni nacer, ni perecer, porque de otra
manera el cielo entero y todos los seres, que han recibido la existencia, se
postrarían en una profunda inmovilidad, y no existiría un principio que les
volviera el movimiento, una vez destruido. Queda, pues, demostrado, que lo
que se mueve por si mismo es inmortal, y nadie temerá afirmar, que el poder
de moverse por sí mismo es la esencia del alma.
En efecto, todo cuerpo, que es movido por un
impulso extraño, es inanimado; todo cuerpo que recibe el movimiento de un
principio interior, es animado; tal es la naturaleza del alma. Si es cierto
que lo que se mueve por sí mismo no es otra cosa que el alma, se sigue
necesariamente, que el alma no tiene, ni principio, ni fin. Pero basta ya
sobre su inmortalidad.
Ocupémonos ahora
del alma en sí misma. Para decir lo que ella es, sería preciso una ciencia
divina y desenvolvimientos sin fin. Para hacer comprender su naturaleza por
una comparación, basta una ciencia humana y algunas palabras. Digamos, pues, que el alma se
parece a las fuerzas combinadas de un tronco de caballos y un [292] cochero;
los corceles y los cocheros de las almas divinas son excelentes y de buena
raza, pero, en los demás seres, su naturaleza está mezclada de bien y de mal.
Por esta razón, en la especie humana, el cochero dirige dos corceles, el uno
excelente y de buena raza, y el otro muy diferente del primero y de un origen
también muy diferente; y un tronco semejante no puede dejar de ser penoso y
difícil de guiar.
¿Pero cómo, entre los seres animados, unos son
llamados mortales y otros inmortales? Esto es lo que conviene esclarecer.
El alma universal rige la materia inanimada, y
hace su evolución en el universo, manifestándose bajo mil formas diversas.
Cuando es perfecta y alada, campea en lo más alto de los cielos, y gobierna
el orden universal.
Pero cuando ha perdido sus alas, rueda en los
espacios infinitos, hasta que se adhiere a alguna cosa sólida, y fija, allí
su estancia; y cuando ha revestido un cuerpo terrestre, que desde aquel acto,
movido por la fuerza, que le comunica, parece moverse por sí mismo, esta
reunión de alma y cuerpo se llama un ser vivo, con el aditamento de ser
mortal.
En cuanto al nombre de inmortal, el razonamiento
no puede definirlo, pero nosotros nos lo imaginamos; y sin haber visto jamás
la sustancia a la que este nombre conviene, y sin comprenderla
suficientemente, conjeturamos que un ser inmortal es el formado por la
reunión de un alma y de un cuerpo unidos de toda eternidad.
Pero sea
lo que Dios quiera, y dígase lo que se quiera, para nosotros basta que
expliquemos, cómo las almas pierden sus alas. He aquí quizá la causa.
La virtud de las alas consiste en llevar lo que
es pesado hacia las regiones superiores, donde habita la raza de los dioses,
siendo ellas participantes de lo que es divino más que todas las cosas
corporales. Es divino todo lo que es bello, bueno, verdadero, y todo lo que
posee cualidades análogas, y también lo es lo que nutre y fortifica las alas
[293] del alma; y todas las cualidades contrarias como la fealdad, el mal,
las ajan y echan a perder.
El Señor omnipotente, que está en los cielos,
Júpiter, se adelanta el primero, conduciendo su carro alado, ordenando y
vigilándolo todo. El ejército de los dioses y de los demonios le sigue,
dividido en once tribus; porque de las doce divinidades supremas sólo Vesta
queda en el palacio celeste; las once restantes, en el orden que les está
prescrito, conducen cada una la tribu que preside. ¡Qué encantador
espectáculo nos ofrece la inmensidad del cielo, cuando los inmortales
bienaventurados realizan sus revoluciones llenando cada uno las funciones que
les están encomendadas! Detrás de ellos marchan los que quieren y pueden
servirles, porque en la corte celestial está desterrada la envidia.
Cuando van al
festín y banquete que les espera, avanzan por un camino escarpado hasta la
cima más elevada de la bóveda de los cielos. Los carros de los dioses,
mantenidos siempre en equilibrio por sus corceles dóciles al freno, suben sin
esfuerzo; los otros caminan con dificultad, porque el corcel malo pesa sobre
el carro inclinado y le arrastra hacia la tierra, si no ha sido sujetado por
su cochero entonces es cuando el alma sufre una prueba y sostiene una
terrible lucha. Las almas de los que se llaman inmortales, cuando han subido
a lo más alto del cielo, se elevan por cima de la bóveda celeste y se fijan
sobre su convexidad; entonces se ven arrastradas por un movimiento circular,
y contemplan durante esta evolución lo que se halla fuera de esta bóveda, que
abraza el universo.
Ninguno de los poetas de este mundo ha celebrado
nunca la región que se extiende por cima del cielo; ninguno la celebrará
jamás dignamente. He aquí, sin embargo, lo que es, porque no hay temor de
publicar la verdad, sobre todo, cuando se trata de la verdad. La esencia sin
color, sin forma, impalpable, no puede contemplarse sino por la [294] guía
del alma, la inteligencia; en torno de la esencia está la estancia de la
ciencia perfecta que abraza la verdad toda entera.
El pensamiento de los dioses, que se alimenta de
inteligencia y de ciencia sin mezcla, como el de toda alma ávida del alimento
que la conviene, gusta ver la esencia divina de que hacía tiempo estaba
separado, y se entrega con placer a la contemplación de la verdad, hasta el
instante en que el movimiento circular la lleve al punto de su partida.
Durante esta revolución, contempla la justicia en
sí, la sabiduría en sí, no esta ciencia que está sujeta a cambio y que se
muestra diferente según los distintos objetos, que nosotros, mortales,
queremos llamar seres, sino la ciencia, que tiene por objeto el ser de los
seres. Y cuando ha contemplado las esencias y está completamente saciado, se
sume de nuevo en el cielo y entra en su estancia apenas ha llegado, el
cochero conduce los corceles al establo, en donde les da ambrosía para comer
y néctar para beber. Tal es la vida de los dioses.
Entre las otras
almas, la que sigue a las almas divinas con paso más igual y que más las
imita, levanta la cabeza de su cochero hasta las regiones superiores, y se ve
arrastrada por el movimiento circular; pero, molestada por sus corceles,
apenas puede entrever las esencias. Hay otras, que tan pronto suben, como bajan,
y que arrastradas acá y allá por sus corceles, aperciben ciertas esencias y
no pueden contemplarlas todas.
En fin, otras almas
siguen de lejos, aspirando como las primeras a elevarse hacia las regiones
superiores, pero sus esfuerzos son impotentes, están como sumergidas y
errantes en los espacios inferiores, y, luchando con ahínco por ganar
terreno, se ven entorpecidas y completamente abatidas; entonces ya no hay más
que confusión, combate y lucha desesperada: y por la poca maña de sus
cocheros, muchas de estas almas se ven lisiadas, y otras ven caer una a [295]
una las plumas de sus alas; todas, después de esfuerzos inútiles e impotentes
para elevarse hasta la contemplación del ser absoluto, desfallecen, y en su
caída no les queda más alimento que las conjeturas de la opinión. Este tenaz
empeño de las almas por elevarse a un punto desde donde puedan descubrir la
llanura de la verdad, nace de que sólo en esta llanura pueden encontrar un
alimento capaz de nutrir la parte más noble de sí mismas, y de desenvolver
las alas que llevan al alma lejos de las regiones inferiores.
Es una ley de Adrasto, que toda alma que ha
podido seguir al alma divina y contemplar con ella alguna de las esencias,
esté exenta de todos los males hasta un nuevo viaje, y si su vuelo no se
debilita, ignorará eternamente sus sufrimientos.
Pero cuando no puede seguir a los dioses, cuando
por un extravío funesto, llena del impuro alimento del vicio y del olvido, se
entorpece y pierde sus alas, entonces cae en esta tierra; una ley quiere que
en esta primera generación y aparición sobre la tierra no anime el cuerpo de
ningún animal.
El alma que ha visto, lo mejor posible, las
esencias y la verdad, deberá constituir un hombre, que se consagrará a la
sabiduría, a la belleza, a las musas y al amor;
la que ocupa el segundo lugar será un rey justo o
guerrero o poderoso;
la de tercer lugar, un político, un financiero,
un negociante;
la del cuarto, un atleta infatigable o un médico;
la del quinto, un adivino o un iniciado;
la del sexto, un poeta o un artista;
la del sétimo, un obrero o un labrador;
la del octavo, un sofista o un demagogo;
la del
noveno, un tirano.
En todos estos estados, a todo el que ha
practicado la justicia, le espera después de su muerte un destino más alto;
el que la ha violado cae en una condición inferior.
El alma no puede volver a la estancia de donde ha
partido, sino después de un destierro de diez mil años: porque no recobra sus
[296] alas antes, a menos que haya cultivado la filosofía con un corazón
sincero o amado a los jóvenes con un amor filosófico.
A la tercer revolución de mil años, si ha
escogido tres veces seguidas este género de vida, recobra sus alas y vuela
hacia los dioses en el momento en que la última, a los tres mil años, se ha
realizado.
Pero las
otras almas, después de haber vivido su primer existencia, son objeto de un
juicio: y una vez juzgadas, las unas descienden a las entrañas de la tierra
para sufrir allí su castigo; otras, que han obtenido una sentencia favorable,
se ven conducidas a un paraje del cielo, donde reciben las recompensas
debidas a las virtudes que hayan practicado durante su vida terrestre después
de mil años, las unas y las otras son llamadas para un nuevo arreglo de las
condiciones que hayan de sufrir, y cada una puede escoger el género de vida
que mejor le parezca.
De esta manera el alma de un hombre puede animar
una bestia salvaje, y el alma de una bestia animar un hombre, con tal que
éste haya sido hombre en una existencia anterior. Porque el alma que no ha
vislumbrado la verdad, no puede revestir la forma humana.
En efecto, el hombre debe comprender lo general;
es decir, elevarse de la multiplicidad de las sensaciones a la unidad
racional.
Esta
facultad no es otra cosa que el recuerdo de lo que nuestra alma ha visto,
cuando seguía al alma divina en sus evoluciones, cuando, echando una mirada
desdeñosa sobre lo que nosotros llamamos seres, se elevaba a la contemplación
del verdadero ser.
Por esta razón es justo que el pensamiento del
filósofo tenga solo alas, pensamiento que se liga siempre cuanto es posible
por el recuerdo a las esencias, a que Dios mismo debe su divinidad.
El hombre que sabe servirse de estas
reminiscencias, está iniciado constantemente en los misterios de la infinita
perfección, y sólo se hace él mismo verdaderamente perfecto.
Desprendido de los cuidados que agitan a los
[297] hombres, y curándose sólo de las cosas divinas, el vulgo pretende
sanarle de su locura y no ve que es un hombre inspirado.
A esto tiende todo este discurso sobre la cuarta
especie de delirio. Cuando un hombre apercibe las bellezas de este mundo y
recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero
sintiendo su impotencia, levanta, como el pájaro, sus miradas al cielo,
desprecia las ocupaciones de este mundo, y se ve tratado como insensato.
De todos los géneros de entusiasmo este es el más
magnífico en sus causas y en sus efectos para el que lo ha recibido en su
corazón, y para aquel a quien ha sido comunicado; y el hombre que tiene este
deseo y que se apasiona por la belleza, toma el nombre de amante.
En efecto, como ya hemos dicho, toda alma humana
ha debido necesariamente contemplar las esencias, pues de no ser así, no
hubiera podido entrar en el cuerpo de un hombre.
Pero los recuerdos de esta contemplación no se
despiertan en todas las almas con la misma facilidad; una no ha hecho más que
entrever las esencias; otra, después de su descenso a la tierra, ha tenido la
desgracia de verse arrastrada hacia la injusticia por asociaciones funestas,
y olvidar los misterios sagrados que en otro tiempo había contemplado.
Un pequeño número de almas son las únicas que
conservan con alguna claridad este recuerdo. Estas almas, cuando aperciben
alguna imagen de las cosas del cielo, se llenan de turbación y no pueden
contenerse, pero no saben lo que experimentan, porque sus percepciones no son
bastante claras.
Y es que la justicia, la sabiduría y todos los
bienes del alma, han perdido su brillantez en las imágenes que vemos en este
mundo. Entorpecidos nosotros mismos con órganos groseros, apenas pueden
algunos, aproximándose a estas imágenes, reconocer ni aun el modelo que ellas
representan.
Nos estuvo reservado contemplar la belleza del
todo radiante, cuando, [298] mezclados con el coro de los bienaventurados,
marchábamos con las demás almas en la comitiva de Júpiter y de los demás
dioses, gozando allí del más seductor espectáculo; e iniciados en los
misterios, que podemos llamar divinos, los celebrábamos exentos de la
imperfección y de los males, que en el porvenir nos esperaban, y éramos
admitidos a contemplar estas esencias perfectas, simples, llenas de calma y
de beatitud, y las visiones que irradiaban en el seno de la más pura luz; y,
puros nosotros, nos veíamos libres de esta tumba que llamamos nuestro cuerpo,
y que arrastramos con nosotros, como la ostra sufre la prisión que la
envuelve.
Deben disimularse estos rodeos, debidos al
recuerdo de una felicidad que no existe y que echamos de menos.
En cuanto a la belleza, ella brilla, como ya he
dicho, entre todas las demás esencias, y en nuestra estancia terrestre, donde
lo eclipsa todo con su brillantez, la reconocemos por el más luminoso de
nuestros sentidos. La vista es, en efecto, el más sutil de todos los órganos
del cuerpo.
No puede, sin embargo, percibir la sabiduría,
porque sería increíble nuestro amor por ella, si su imagen y las imágenes de
las otras esencias, dignas de nuestro amor, se ofreciesen a nuestra vista,
tan distintas y tan vivas como son. Pero al presente sólo la belleza tiene el
privilegio de ser a la vez un objeto tan sorprendente como amable.
El alma que no tiene un recuerdo reciente de los
misterios divinos, o que se ha abandonado a las corrupciones de la tierra,
tiene dificultad en elevarse de las cosas de este mundo hasta la perfecta
belleza por la contemplación de los objetos terrestres, que llevan su nombre;
antes bien, en vez de sentirse movida por el respeto hacia ella, se deja
dominar por el atractivo del placer, y, como una bestia salvaje, violando el
orden eterno, se abandona a un deseo brutal, y en su comercio grosero no
teme, no se avergüenza de consumar un placer contra naturaleza.
Pero el [299] hombre, que ha sido perfectamente
iniciado, que contempló en otro tiempo el mayor número de esencias, cuando ve
un semblante que remeda la belleza celeste o un cuerpo que le recuerda por
sus formas la esencia de la belleza, siente por lo pronto como un temblor, y
experimenta los terrores religiosos de otro tiempo; y fijando después sus
miradas en el objeto amable, le respeta como a un Dios, y si no temiese ver
tratado su entusiasmo de locura, inmolaría víctimas al objeto de su pasión,
como a un ídolo, como a un Dios.
A su vista, semejante a un hombre atacado de la
fiebre, muda de semblante, el sudor inunda su frente, y un fuego
desacostumbrado se infiltra en sus venas{14};
en el momento en que ha recibido por los ojos la emanación de la belleza
siente este dulce calor que nutre las alas del alma; esta llama hace derretir
la cubierta, cuya dureza las impedía hacía tiempo desenvolverse. La afluencia
de este alimento hace que el miembro, raíz de las alas, cobre vigor, y las
alas se esfuerzan por derramarse por toda el alma, porque primitivamente el
alma era toda alada.
En este estado, el alma entra en efervescencia e
irritación; y esta alma, cuyas alas empiezan a desarrollarse, es como el
niño, cuyas encías están irritadas y embotadas por los primeros dientes. Las
alas, desenvolviéndose, le hacen experimentar un calor, una dentera, una
irritación del mismo género. En presencia de un objeto bello recibe las
partes de belleza que del mismo se desprenden y emanan, y que han hecho dar
al deseo el nombre de imeros, experimenta un calor suave, se
reconoce satisfecho y nada en la alegría.
Pero cuando está separada del objeto amado, el
fastidio la consume, los poros del alma por donde salen las alas se desecan,
se cierran, de suerte que no tienen ya salida. Presa del deseo y encerradas
en su prisión. las alas se agitan, [300] como la sangre se agita en las
venas; hacen empuje en todas direcciones, y el alma, aguijoneada por todas
partes se pone furiosa y fuera de sí de tanto sufrir, mientras el recuerdo de
la belleza la inunda de alegría.
Estos dos sentimientos la dividen y la turban, y
en la confusión a que la arrojan tan extrañas emociones, se angustia, y en su
frenesí no puede, ni descansar de noche, ni gozar durante el día de alguna
tranquilidad; y antes bien, llevada por la pasión, se lanza a todas partes
donde cree encontrar su querida belleza.
Ha vuelto a verla; ha recibido de nuevo sus
emanaciones; en el momento se vuelven a abrir los poros que estaban
obstruidos, respira y no siente ya el aguijón del dolor, y gusta durante
estos cortos instantes el placer más encantador. Así es, que el amante no
quiere separarse de la persona que ama, porque nada le es más precioso que
este objeto tan bello; madre, hermano, amigos, todo lo olvida; pierde su
fortuna abandonada sin experimentar la menor sensación; deberes, atenciones
que antes tenía complacencia en respetar, nada le importan; consiente ser
esclavo y adormecerse, con tal que se vea cerca del objeto de sus deseos; y
si adora al que posee la belleza, es porque sólo en él encuentra alivio a los
tormentos que sufre.
A esta afección, precioso joven, los hombres la
llaman amor; los dioses la dan un nombre tan singular, que quizá te haga sonreír.
Algunos homerianos nos citan, según creo, dos versos de su poeta, que han
conservado, uno de los cuales es muy injurioso al amor y verdaderamente poco
conveniente.
«Los mortales le llaman Eros, el dios alado; los
inmortales le llaman el Pteros, el que da alas.»
Se puede admitir o desechar la autoridad de estos
dos versos; siempre es cierto que la causa y la naturaleza de la afección de
los amantes son tales como yo las he descrito.
Si el hombre enamorado ha sido uno de los que
antes siguieron a Júpiter, tiene más fuerza para resistir al Dios [301] alado
que ha venido a caer sobre él; los que han sido servidores de Marte y le han
seguido en su revolución alrededor del cielo, cuando se ven invadidos por el
amor, y se creen ultrajados por el objeto de su pasión, se ven arrastrados
por un furor sangriento, que los lleva a inmolarse con su ídolo.
Así es que cada cual honra al Dios cuya comitiva
seguía, y le imita en su vida tanto cuanto está en su poder, por lo menos,
durante la primer generación y mientras no está corrompido; y esta imitación
la lleva a cabo en sus intimidades amorosas y en todas las demás relaciones.
Cada hombre escoge un amor según su carácter, le
hace su Dios, le levanta una estatua en su corazón, y se complace en
engalanarla, como para rendirla adoración y celebrar sus misterios.
Los servidores de Júpiter buscan un alma de
Júpiter en aquel que adoran, examinan si gustan de la sabiduría y del mando,
y cuando le han encontrado tal como le desean y le han consagrado su amor,
hacen los mayores esfuerzos por desenvolver en él tan nobles inclinaciones.
Si no se han entregado desde luego por entero a
las ocupaciones que corresponden a esto, se dedican, sin embargo, y trabajan
en perfeccionarse mediante las enseñanzas de los demás y los esfuerzos
propios. Intentan descubrir en sí mismos el carácter de su Dios, y lo
consiguen, porque se ven forzados a volver sin cesar sus miradas del lado de
este Dios; y cuando lo han conseguido por la reminiscencia, el entusiasmo los
trasporta, y toman de él sus costumbres y sus hábitos, tanto, por lo menos,
cuanto es posible al hombre participar de la naturaleza divina.
Como atribuyen este cambio dichoso a la
influencia del objeto amado, le aman más; y si Júpiter es el origen divino de
donde toman su inspiración, semejantes a las bacantes, la derraman sobre el
objeto de su amor, y en cuanto pueden le hacen semejante a su Dios.
Los que han viajado en la comitiva de Juno buscan
un alma regia, y desde que la han encontrado, obran para [302] con ella de la
misma manera.
En fin, todos aquellos que han seguido a Apolo o
a los otros dioses, arreglando su conducta sobre la base de la divinidad que
han elegido, buscan un joven del mismo natural; y cuando le poseen, imitando
su divino modelo, se esfuerzan en persuadir a la persona amada a que haga
otro tanto, y de esta manera le amoldan a las costumbres de su Dios, y le
comprometen a reproducir este tipo de perfección en cuanto les es posible lejos
de concebir sentimientos de envidia y de baja malevolencia contra él, todos
sus deseos, todos sus esfuerzos, tienden sólo a hacerle semejante a ellos
mismos y al Dios a que rinden culto.
Tal es el celo de que se ven animados los
verdaderos amantes, y si consiguen buena acogida para su amor, su victoria es
una iniciación; y la persona amada, que se deja subyugar por un amante que
ama con delirio, se abandona a una pasión noble, que es para él un origen de
felicidad. Su derrota tiene lugar de esta manera.
Hemos distinguido
en cada alma tres partes diferentes por medio de la alegoría de los corceles
y del cochero. Sigamos, pues, con la misma figura. Uno de los dos corceles,
decíamos, es de buena raza, el otro es vicioso. Pero ¿de dónde nace la
excelencia del uno y el vicio del otro? Esto es lo que no hemos dicho, y lo
que vamos a explicar ahora.
El primero tiene soberbia planta, formas
regulares y bien desenvueltas, cabeza erguida y carnerada; es blanco con ojos
negros; ama la gloria con sabio comedimiento; tiene pasión por el verdadero
honor; obedece, sin que se le castigue, a las exhortaciones y a la voz del
cochero.
El segundo tiene los miembros contrahechos,
toscos, desaplomados, la cabeza gruesa y aplastada, el cuello corto: es
negro, y sus ojos verdes y ensangrentados; no respira sino furor y vanidad;
sus oídos velludos están sordos a los gritos del cochero, y con dificultad
obedece a la espuela y al látigo. [303]
A la vista del
objeto amado, cuando el cochero siente que el fuego del amor penetra su alma
toda y que el aguijón del deseo irrita su corazón, el corcel dócil, dominado
ahora y siempre por las leyes del pudor, se contiene, para no insultar al
objeto amado; pero el otro corcel no atiende al látigo ni al aguijón, da
botes, se alborota, y entorpeciendo a la vez a su guía y a su compañero, se
precipita violentamente sobre el objeto amado para disfrutar en él de
placeres sensuales.
Por lo pronto, el guía y el compañero se resisten,
se indignan contra esta violencia odiosa y culpable; pero al fin, cuando el
mal no tiene límites, se dejan arrastrar, ceden al corcel furioso, y prometen
consentirlo todo. Se aproximan al objeto bello, y contemplan esta aparición
en todo su resplandor. A su vista, el recuerdo del cochero se fija en la
esencia de la belleza; y se figura verla, como en otro tiempo, en la estancia
de la pureza, colocada al lado de la sabiduría. Esta visión le llena de un
terror religioso, se echa atrás, y esto le obliga a tirar de las riendas con
tanta violencia, que los dos corceles se encabritan al mismo tiempo, el uno
de buena gana, porque no está acostumbrado a hacer resistencia, el otro de
mala porque siempre tiende a la violencia y a la rebelión.
Mientras reculan,
el uno, lleno de pudor y de arrobamiento, inunda el alma toda de sudor; el
otro, insensible ya a la impresión del freno y al dolor de su caída, apenas
tomó aliento, prorrumpió en gritos de furor, vertiendo injurias contra su
guía y su compañero, echándoles en cara el haber abandonado por cobardía y
falta de corazón su puesto y tratándoles de perjuros. Los estrecha, a pesar
de ellos, a volver a la carga, y, accediendo a sus súplicas, les concede
algunos instantes de plazo. Terminada esta tregua, ellos fingen no haber
pensado en esto; pero el corcel malo, recordándoles su compromiso,
haciéndoles violencia y relinchando con furor, los arrastra y los fuerza a
renovar [304] sus tentativas para con el objeto amado.
Apenas se aproximan, el corcel malo se echa,
se estira, y, entregándose a movimientos libidinosos, muerde el freno y se
atreve a todo con desvergüenza. Pero entonces el cochero experimenta más
fuertemente aún la impresión de antes, se echa atrás, como el jinete que va a
tocar la barrera, y tira con mayor fuerza de las riendas del corcel indómito,
rompe sus dientes, magulla su lengua insolente, ensangrienta su boca, le
obliga a sentar en tierra sus piernas y muslos y le hace pasar mil angustias.
Cuando, a fuerza de sufrir, el corcel vicioso ha visto abatido su furor, baja
la cabeza y sigue la dirección que desea el cochero, y al percibir el objeto
bello se muere de terror. entonces solamente es cuando el amante sigue con
modestia y pudor al que ama.
Sin embargo, el joven que se ve servido y honrado
al igual de un Dios por un amante que no finge amor, sino que está
sinceramente apasionado, siente despertarse en él la necesidad de amar. Si
antes sus camaradas u otras personas han denigrado en su presencia este
sentimiento, diciendo que es cosa fea tener una relación amorosa, y si
semejantes discursos han hecho que rechazara a su amante, el tiempo
trascurrido, la edad, la necesidad de amar y de ser amado le obligan bien
pronto a recibirle en su intimidad.
Porque no puede
estar en los decretos del destino, que se amen dos hombres malos, ni que dos
hombres de bien no puedan amarse. Cuando la persona amada ha acogido al que
ama y ha gozado de la dulzura de su conversación y de su sociedad, se ve como
arrastrado por esta pasión, y comprende que la afección de todos sus amigos y
de todos sus parientes no es nada, cotejada con la que le inspira su amante.
Cuando han
mantenido esta relación por algún tiempo y se han visto y han estado en
contacto en los gimnasios o en otros puntos, la corriente de estas
emanaciones que Júpiter, enamorado de [305] Ganimedes, llamó deseo, se dirige
a oleadas hacia el amante, entra en su interior en parte, y cuando ha
penetrado así, lo demás se manifiesta al exterior; y, como el aire o un
sonido reflejado por un cuerpo liso o sólido, las emanaciones de la belleza
vuelven al alma del bello joven por el canal de los ojos, y abriendo a las
alas todas sus salidas las nutren y las desprenden y llenan de amor el alma
de la persona amada.
Ama, pues, pero no
sabe qué; no comprende lo que experimenta, ni tampoco podría decirlo; se
parece al hombre que por haber contemplado por mucho tiempo en otros ojos
enfermos, sintiese que su vista se oscurecía; no conoce la causa de su
turbación, y no se apercibe de que se ve en su amante como en un espejo.
Cuando está en su
presencia, siente en sí mismo que se aplacan sus dolores; cuando ausente, le
echa de menos cuanto puede echarse; y siente una afección que es como la
imagen del amor, y a la cual no da el nombre de amor sino que la llama
amistad. Sin embargo, desea como su amante, aunque con menos ardor, verle,
tocarle, abrazarle y participar de su lecho, y sin duda no tardará en
satisfacer este deseo. Mientras duermen en un mismo lecho, al corcel indócil
le ocurre mucho que decir al cochero, y por premio de tantos sufrimientos
pide un instante de placer.
El corcel del joven
amado no tiene nada que decir, pero experimentando algo que no comprende,
estrecha a su amante entre sus brazos, y le prodiga los más expresivos besos,
y mientras permanezcan tan inmediatos el uno al otro, no tendrá fuerza para
rehusar los favores que su amante exija. Pero el otro corcel y el cochero lo
resisten en nombre del pudor y de la razón.
Si la parte mejor del alma es la más fuerte y
triunfa y los guía hacia una vida ordenada, siguiendo los preceptos de la
sabiduría, pasan ellos sus días en este mundo felices y unidos.
Dueños de sí mismos viven como [306] hombres honrados, porque han subyugado
lo que llevaba el vicio a su alma, y dado un vuelo libre a lo que engendra la
virtud.
Al morir, alados y
aliviados de todo peso grosero, salen vencedores en uno de los tres combates
que se pueden llamar verdaderamente olímpicos; y es tan grande este bien, que
ni la sabiduría humana, ni el delirio que viene de los dioses, pueden
proporcionar otro mejor al hombre. Si, por el contrario, han adoptado un
género de vida más vulgar y contrario a la filosofía, aunque sin violar las
leyes del honor, en medio de la embriaguez, en un momento de olvido y de
extravío, sucederá sin duda que los corceles indómitos de los dos amantes,
sorprendiendo sus almas, los conducirán hacia un mismo fin; escogerán
entonces el género de vida más lisonjero a los ojos del vulgo, y se
precipitarán a gozar.
Cuando se han saciado, aún gustan de los mismos placeres, pero no con
profusión, porque no los aprueba decididamente el alma. Tienen el uno para el
otro una afección verdadera, pero menos fuerte que la de los puros amantes, y
cuando su delirio ha cesado, creen haberse dado las prendas más preciosas de
una fe recíproca; y creerían cometer un sacrilegio si rompieran los lazos que
les ligan, para abrir sus corazones al aborrecimiento. Al fin de su vida, sin
alas aún, pero ya impacientes por tomarlas, sus almas abandonan sus cuerpos,
de suerte que su delirio amoroso recibe una gran recompensa. Porque la ley
divina no permite que los que han comenzado su viaje celeste, sean
precipitados en las tinieblas subterráneas, sino que pasan una vida brillante
y dichosa en eterna unión, y, cuando reciben alas, las obtienen juntos, a causa
del amor que les ha unido sobre la tierra.
Tales son, mi
querido joven, los maravillosos y divinos bienes que te procurará la afección
de un amante; pero la amistad de un hombre sin amor, que sólo cuenta [307]
con una sabiduría mortal, y que vive entregado por entero a los vanos
cuidados del mundo, no puede producir, en el alma de la persona que ama, más
que una prudencia de esclavo, a la que el vulgo da el nombre de virtud, pero
que le hará andar errante, privado de razón en la tierra y en las cavernas subterráneas
durante nueve mil años.
Aquí tienes, ¡oh
Amor!, la mejor y más bella palinodia que he podido cantarte en expiación de
mi crimen. Si mi lenguaje ha sido demasiado poético, Fedro es el responsable
de tales extravíos. Perdóname por mi primer discurso y recibe éste con
indulgencia; echa sobre mí una mirada de benevolencia y benignidad; no me
arrebates; ni disminuyas en mí por cólera, este arte de amar, cuyo presente
me has hecho tú mismo; concédeme que, ahora más que nunca, esté ciegamente
apasionado por la belleza.
Si Fedro y yo te
hemos ultrajado al principio groseramente, no acuses más que a Lisias, origen
de este discurso; haz que renuncie a esas composiciones frívolas, y llámale
hacia la filosofía, que su hermano Polemarco ha abrazado ya, con el fin de
que su amante, que me escucha, libre de la incertidumbre que ahora le
atormenta, pueda consagrar, sin miras secretas, su vida entera al amor
dirigido por la filosofía.
Sócrates
No parece bien que un amigo de las musas ignore
estas cosas. Dícese que las cigarras eran hombres antes del nacimiento de las
musas. Cuando estas nacieron y el canto con ellas, hubo hombres, que de tal
manera se arrebataron al oír sus acentos, que la pasión de cantar les hizo
olvidar la de comer y beber, y pasaron de la vida a la muerte, sin
apercibirse de ello. De estos hombres nacieron las cigarras, y las musas les
concedieron el privilegio de no tener necesidad de ningún alimento, sino que,
desde que nacen hasta que mueren, cantan sin comer ni beber; y además de esto
van a anunciar a las musas, cuál es, entre los mortales, el que rinde
homenaje a cada una de ellas.
Así es que,
haciendo conocer a Terpsícore los que la honran en los coros, hacen que esta
divinidad sea más propicia a sus favorecidos. A Erato dan cuenta de los nombres de los que cultivan
la poesía erótica; y a las otras musas hacen conocer los que las conceden la
especie de culto que conviene a los atributos de cada una; a Caliope, que es
la de mayor edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados
a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas,
que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de
los dioses y de los hombres, son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He
aquí materia para hablar y no dormir en esta hora del día.
Sócrates
Hemos distinguido cuatro especies de delirio
divino, según los dioses que le inspiran, atribuyendo la inspiración
profética ( 1) a Apolo, la de los iniciados (2) a Baco, la de los poetas a (3) las Musas, y en
fin, la de los amantes a (4) Afrodites
y a Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor es el más divino de todos.
Inspirados nosotros por el soplo del Dios del amor, tan pronto aproximándonos
como alejándonos de la verdad, y formando un discurso plausible, yo no sé
cómo hemos llegado a componer, como por vía de diversión, un himno, decoroso
sí, pero mitológico al Amor, mi dueño, como lo es tuyo, Fedro, que es el Dios
que preside a la belleza.
Sócrates
Puesto que el arte oratorio no es más que el arte
de conducir las almas, es preciso que el que quiera hacerse orador sepa
cuántas especies de almas hay. Hay cierto número de ellas y tienen ciertas
cualidades, de donde procede que los hombres tienen diferentes caracteres.
Senada esta división, es preciso distinguir también cada especie de discursos
por sus cualidades particulares.
Sócrates
¿Sabes cuál es el medio de hacerte más ACEPTO a los
ojos de Dios por tus discursos escritos o hablados? [340]
Sócrates
Me contaron que cerca de Naucratis{31},
en Egipto, hubo un Dios, uno de los más antiguos del país, el mismo a que
está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis.
Este Dios se llamaba Teut{32}.
Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así
como los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.
El rey Tamus reinaba entonces en todo aquel país,
y habitaba la gran ciudad del alto Egipto, que los griegos llaman Tebas
egipcia, y que está, bajo la protección del Dios que ellos llaman Ammon.
Teut se presentó al rey y le manifestó las artes
que había inventado, y le dijo lo conveniente que era extenderlas entre los
egipcios.
El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una
de ellas, y Teut le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según
que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Tamus aprobaba
o desaprobaba.
Dícese que el rey alegó al inventor, en cada uno
de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar.
Cuando llegaron a la escritura:
«¡Oh rey!, le dijo Teut, esta invención hará a
los [341] egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio
contra la dificultad de aprender y retener{33}.
—Ingenioso Teut, respondió el rey, el genio que inventa las artes no está en
el caso que la sabiduría que aprecia las ventajas y las desventajas que deben
resultar de su aplicación.
Padre de la escritura y entusiasmado con tu
invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos.
Ella no producirá sino el olvido en las almas de
los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este
auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar
los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu.
Tú no has encontrado un medio de cultivar la
memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra
de la ciencia y no la ciencia misma.
Porque, cuando vean que pueden aprender muchas
cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes,
en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida.»
Fedro
Mi querido
Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo
mismo lo harías de todos los países del universo, si quisieras.
Sócrates
Amigo mío, los sacerdotes del santuario de
Júpiter en Dodona, decían que los primeros oráculos salieron de una encina.
Los hombres de otro tiempo, que no tenían la
sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían escuchar a una encina o
a una piedra{34}, con tal que la piedra o la encina dijesen
verdad.
Pero tú necesitas saber el [342] nombre y el país
del que habla, y no te basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.
Fedro
Tienes razón en
reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como el tebano.
Sócrates
El que piensa transmitir un arte, consignándolo
en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de éste, como si estos caracteres
pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio y
seguramente ignora el oráculo de Ammon, si piensa que un escrito pueda ser
más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto
de que en él se trata.
Fedro
Lo que acabas de
decir es muy exacto.
Sócrates
Este es, mi querido Fedro, el inconveniente, así
de la escritura como de la pintura; las producciones de este último arte
parecen vivas, pero interrogadlas, y veréis que guardan un grave silencio.
Lo mismo sucede con los discursos escritos; al
oírlos o leerlos creéis que piensan; pero pedidles alguna explicación sobre
el objeto que contienen y os responden siempre la misma cosa.
Lo que una vez está escrito rueda de mano en
mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha
sido escrita la obra, y no sabiendo, por consiguiente, ni con quién debe
hablar, ni con quién debe callarse.
Si un escrito se ve insultado o despreciado
injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su padre ; porque por sí
mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.
Fedro
Tienes también
razón.
Sócrates
Pero consideremos
los discursos de otra especie, hermana [343] legítima de esta elocuencia
bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más poderosa que la otra.
Fedro
¿Qué discurso es y
cuál es su origen?
Sócrates
El discurso que está escrito con los caracteres
de la ciencia en el alma del que estudia, es el que puede defenderse por sí
mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo.
Fedro
Hablas del discurso vivo y animado, que reside en
el alma del que está en posesión de la ciencia, y al lado del cual el
discurso escrito no es más que un vano simulacro.
Sócrates
Eso mismo es. Dime:
un jardinero inteligente que tuviese semillas que estimara en mucho y que
quisiese ver fructificar, ¿las plantaría, juiciosamente en estío en los
jardines de Adonis{35}, para tener el gusto de verlas
convertidas en preciosas plantas en ocho días?, o más bien, si tal hiciera,
¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta?
Mas con respecto a tales semillas, seguiría indudablemente las reglas de la
agricultura, y las sembraría, en un terreno conveniente, contentándose con
verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
Fedro
Seguramente, mi
querido Sócrates, él se ocuparía de las unas seriamente, y respecto a las
otras lo miraría como un recreo.
Sócrates
Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo
bello y de lo bueno, ¿tendrá, según nuestros principios, menos [344]
sabiduría que el jardinero en el empleo de sus semillas?
Fedro
Yo no lo creo.
Sócrates
Después de
depositarlas en agua negra, no irá a sembrarlas con el auxilio de una pluma y
con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces de enseñar
suficientemente la verdad.
Fedro
No es probable.
Sócrates
No, ciertamente; pero si alguna vez escribe,
sembrará sus conocimientos en los jardines de la escritura para divertirse; y
formando un tesoro de recuerdos para sí mismo, llegado que sea a la edad en
que se resienta la memoria, y lo mismo para todos los demás que lleguen a la
vejez, se regocijará viendo crecer estas tiernas plantas; y mientras los
demás hombres se entregarán a otras diversiones, pasando su vida en orgías y
placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de que acabo de
hablar.
Fedro
Es en efecto,
Sócrates, un honroso entretenimiento, si se le compara con esos vergonzosos
placeres, el ocuparse de discursos y alegorías{36} sobre la justicia y demás cosas
de que tú has hablado.
Sócrates
Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble
ocuparse seriamente, auxiliado por la dialéctica y tropezando con un alma
bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia discursos capaces de
defenderse por sí mismos y defender al que los ha sembrado, y que, en vez de
ser estériles, germinarán y producirán en otros corazones otros [345]
discursos que, inmortalizando la semilla de la ciencia, darán a todos los que
la posean la mayor de las felicidades de la tierra.
Fedro
Lo creo, pero
recuérdame las conclusiones.
Sócrates
Antes de conocer la verdadera naturaleza del
objeto sobre el que se habla o escribe; antes de estar en disposición de dar
una definición general y de distinguir los diferentes elementos, descendiendo
hasta sus partes indivisibles; antes de haber penetrado por el análisis en la
naturaleza del alma, y de haber reconocido la especie de discursos que es
propia para convencer a los distintos espíritus; dispuesto y ordenado todo de
manera que a un alma compleja se ofrezcan discursos llenos de complejidad y
de armonía, y a un alma sencilla discursos sencillos, es imposible manejar
perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir, como
queda bien demostrado en todo lo que precede.
Fedro
En efecto, tal ha
sido nuestra conclusión. [346]
Sócrates
¿Pero qué?, sobre
la cuestión de si es lícito o vergonzoso pronunciar o escribir discursos, y
bajo qué condiciones este título de autor de discursos puede convertirse en
un ultraje, lo que hemos dicho hasta aquí, no nos ha ilustrado
suficientemente?
Fedro
Explícate.
Sócrates
Hemos dicho, que si Lisias o cualquier otro ha
compuesto o llega a componer un escrito sobre un objeto de interés público o
privado, si ha redactado leyes, que son, por decirlo así, escritos políticos,
y si piensa que hay en ellos mucha solidez y mucha claridad, no sacará otro
fruto que la vergüenza que tendrá, dígase lo que se quiera. Porque ignorar,
sea dormido, sea despierto, lo que es justo o injusto, bueno o malo, ¿no
sería la cosa más vergonzosa, aun cuando la multitud toda entera nos cubriera
de aplausos?
Fedro
Sin duda.
Sócrates
Pero supóngase un hombre que piensa que en todo
discurso escrito, no importa sobre qué objeto, hay mucho superfluo; que
ningún discurso escrito o pronunciado, sea en verso, sea en prosa, debe
mirársele como un asunto serio, (a la manera de aquellos trozos que se
recitan sin discernimiento y sin ánimo de instruir y con el solo objeto de
agradar), y que, en efecto, los mejores discursos escritos no son más que una
ocasión de reminiscencia, para los hombres que ya saben; supóngase que
también cree que los discursos destinados a instruir, escritos verdaderamente
en el alma, que tienen por objeto lo justo, lo bello, lo bueno, son los
únicos donde se encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad, y que
tales discursos son hijos legítimos de su autor; primero, los que él mismo
[347] produce, y luego los hijos o hermanos de los primeros, que nacen en
otras almas sin desmentir su origen; y supóngase, en fin, que tal hombre no reconoce
más que estos y desecha con desprecio todos los demás; este hombre podrá ser
tal, que Fedro y yo desearíamos ser como él.
Fedro
Sí, yo lo deseo, y
así lo pido a los dioses.
Sócrates
Basta de diversión sobre el arte de hablar; y tú
vas a decir a Lisias, que habiendo bajado al arroyo de las ninfas y al asilo
de las musas, hemos oído discursos ordenándonos que fuésemos a decir a Lisias
y a todos los autores de discursos, después a Homero y a todos los poetas
líricos o no líricos, y, en fin, a Solón y a todos los que han escrito
discursos del género político, bajo el nombre de leyes, que si, componiendo
estas obras, alguno de ellos está seguro de poseer la verdad, y si es capaz
de defender lo que ha dicho, cuando se le someta a un serio examen, y de superar
sus escritos con sus palabras, no deberá llamarse autor de discursos, sino
tomar su nombre de la ciencia a la que se ha consagrado por completo.
Fedro
¿Qué nombre quieres
darles?
Sócrates
El nombre de sabios, mi querido Fedro, me parece
que sólo conviene a Dios mejor les vendría el de amigos de la sabiduría, y
estaría más en armonía con la debilidad humana.
Fedro
Lo que dices es muy
racional.
Sócrates
Pero el que no tiene cosa mejor que lo que ha
escrito y compuesto con despacio, atormentando su pensamiento y añadiendo y
quitando sin cesar, nosotros les dejaremos los nombres de poetas, y de
autores de leyes y de discursos. [348]
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