Lic. Francisco Javier Aragón Salcido.-
Merced
a sugerencia del Maestro Ernesto López Riesgo (QEPD) , leí en la Preparatoria de
la UNISON 1967-1969 ; la Divina Comedia
de Dante Alighieri, una joya literaria y religiosa, esta lectura me llevó de la mano , por varios años , a estudiar
a los clásicos; la Ilíada y la Odisea de Homero, la Teogonía y
los Trabajos y Los Días de Hesíodo, los Nueve Libros de la Historia de Herodoto,
las Tragedias Griegas, como la Orestiada, los Diálogos de Platón, La Republica, el
Sofista el Filósofo, el Político, la Atlántida , Cratilo, Fedro, El Banquete; a Virgilio y la Eneida, las Metamorfosis de
Ovidio, La Republica y las Discusiones Tusculanas de Maco Tulio Cicerón, le seguirían San Agustín con su Ciudad de Dios
, y las Confesiones, Santo Tomas de
Aquino con la Suma Teológica y la Suma
contra los Gentiles, cerrando el círculo virtuoso El Paraíso Perdido de John Milton, El Quijote
de la Mancha , y las obras de William Shakespeare. Macbeth, Otelo, Sueño de una
Noche de Verano, Romeo y Julieta.
En
Filosofía y, las Religiones de Oriente, se
cree en la reencarnación de las almas ; en
cambio en el cristianismo , en la resurrección de los muertos . Pero todos
los sistemas filosóficos y religiones coinciden, existen soma, psique y ethos. Para
los ateos o escépticos, pesimistas, la vida termina con la muerte corporal, el
mundo solo lo conocemos por los efectos de la materia. Para nosotros los
creyentes, optimistas, idealistas, hay un más allá de la vida y la muerte, la
eternidad, la luz, el cielo, o la existencia en otra dimensión o plano.
En
tal virtud les traeré a colación un extracto del fantasmagórico Relato de Er de
Panfilia. Capitulo X La
Republica de Platón.
-Pues he
de hacerte -dije yo- no un relato de Alcínoo, sino el de un
bravo
sujeto, Er, hijo del Armenio, panfilio
de nación, que murió en una guerra y,
habiendo sido levantados, diez días después, los cadáveres ya putrefactos, él
fue recogido incorrupto y llevado a casa para ser enterrado y, yaciente sobre
la pira, volvió a la vida a los doce días y contó, así resucitado, lo que había
visto allá.
Dijo que,
después de salir del cuerpo, su alma se había puesto en camino con otras muchas
y habían llegado a un lugar maravilloso donde aparecían en la tierra dos
aberturas que comunicaban entre sí y otras dos arriba en el cielo, frente a
ellas.
En mitad
había unos jueces (Minos, Radamantis y Éaco) que, una vez pronunciados
sus juicios, mandaban a los justos que fueran subiendo a través del cielo, por
el Camino de la derecha, tras haberles colgado por delante un rótulo con lo juzgado;
y a los injustos les ordenaban ir hacia abajo por el camino de la izquierda,
llevando también, éstos detrás, la señal de todo lo que habían hecho.
Y, al
adelantarse él, le dijeron que debía ser NUNCIO de las cosas de allá para los hombres y le
invitaron a que oyera y contemplara cuanto había en aquel lugar; y así vio
cómo, por una de las aberturas del cielo y otra de la tierra, se marchaban las
almas después de juzgadas; y cómo, por una de las otras dos, salían de la
tierra llenas de suciedad y de polvo, mientras por la restante bajaban más
almas, limpias, desde el cielo.
Y las que
iban llegando parecían venir de un largo viaje y, saliendo contentas a la
pradera, acampaban como en una gran feria, y todas las que se conocían se
saludaban y las que venían de la tierra se informaban de las demás en cuanto a
las cosas de allá, y las que venían del cielo, de lo tocante a aquellas otras;
y se hacían mutuamente sus relatos, las unas entre gemidos y llantos,
recordando cuántas y cuán grandes cosas habían pasado y visto en su viaje
subterráneo, que había durado mil años; y las que venían del cielo hablaban de
su bienaventuranza y de visiones de indescriptible hermosura.
Referirlo
todo, Glaucón, sería cosa de mucho tiempo; pero lo principal -decía- era lo
siguiente: que cada cual pagaba la pena de todas sus injusticias y ofensas
hechas a los demás, la una tras la otra, y diez veces por cada una, y cada vez
durante cien años, en razón de ser ésta la duración de la vida humana; y el fin
era que pagasen decuplicado el castigo de su delito.
Y así,
los que eran culpables de gran número de muertes o habían traicionado a
ciudades o ejércitos o los habían reducido a la esclavitud o, en fin, eran
responsables de alguna otra calamidad de este género, ésos recibían por cada
cosa de éstas unos padecimientos diez veces mayores; y los que habían realizado
obras buenas y habían sido justos y piadosos, obtenían su merecido en la misma
proporción.
Había
tres mujeres sentadas en círculo, cada una en un trono y a distancias iguales;
eran las Parcas, hijas de la
Necesidad, vestidas de blanco y con ínfulas en la cabeza:
Láquesis, Cloto y Átropo. Cantaban al son de las Sirenas: Láquesis, las cosas
pasadas; Cloto, las presentes y Átropo, las futuras.
Ésta es
la palabra de la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas
efímeras, he aquí que comienza para vosotras una nueva carrera caduca en
condición mortal. No será el Hado quien os elija, sino que vosotras elegiréis
vuestro hado. Que el que salga por suerte el primero, escoja el primero su
género de vida, al que ha de quedar inexorablemente unido. La virtud, empero,
no admite dueño; cada uno participará más o menos de ella según la honra o el
menosprecio en que la tenga. La responsabilidad es del que elige; no hay culpa
alguna en la Divinidad’”.
Habiendo
hablado así, arrojó los lotes a la multitud y cada cual alzó
el que
había caído a su lado, excepto el mismo Er, a quien no se le
permitió
hacerlo así; y, al cogerlo, quedaban enterados del puesto que les había caído
en suerte.
A
continuación puso el hierofante en tierra, delante de ellos, los modelos de
vida en número mucho mayor que el de ellos mismos; y las había de todas clases:
vidas de toda suerte de animales y el total de las vidas humanas. Contábanse
entre ellas existencias de tiranos: las unas, llevadas hasta el fin; las otras,
deshechas en mitad y terminadas en pobrezas, destierros y mendigueces. Y había
vidas de hombres famosos, los unos por su apostura y belleza o por su robustez
y vigor en la lucha, los otros por su nacimiento y las hazañas de sus
progenitores; las había asimismo de hombres oscuros y otro tanto ocurría con
las de las mujeres.
Y para ello
ha de calcular la relación que todas las cosas dichas, ya
combinadas
entre sí, ya cada cual por sí misma, tienen con la virtud en la vida; ha de
saber el bien o el mal que ha de producir la hermosura unida a la pobreza y
unida a la riqueza y a tal o cual disposición del alma, y asimismo el que
traerán, combinándose entre sí, el bueno o mal nacimiento, la condición privada
o los mandos, la robustez o la debilidad, la facilidad o torpeza en aprender y
todas las cosas semejantes existentes por naturaleza en el alma o adquiridas
por ésta.
De modo que,
cotejándolas en su mente todas ellas, se hallará capaz de hacer la elección si
delimita la bondad o maldad de la vida de conformidad con la naturaleza del
alma y si, llamando mejor a la que la lleva a ser más justa y peor a la que la
lleva a ser más injusta, deja a un lado todo lo demás: hemos visto, en efecto,
que tal es la mejor elección para el hombre así en vida como después de la
muerte.
Y al ir
al Hades hay que llevar esta opinión firme como el acero para no dejarse allí impresionar
por las riquezas y males semejantes y para no caer en tiranías y demás
prácticas de este estilo, con lo que se realizan muchos e insanables daños y se
sufren mayores; antes bien, hay que saber elegir siempre una vida media entre
los extremos y evitar en lo posible los excesos en uno y otro sentido, tanto en
esta vida como en la ulterior, porque así es como llega el hombre a mayor
felicidad.
Y
entonces el mensajero de las cosas de allá contaba que el adivino habló así:
"Hasta para el último que venga, si elige con discreción y vive con
cuidado, hay una vida amable y buena. Que no se descuide quien elija primero ni
se desanime quien elija el último".
Y contaba
que, una vez dicho esto, el que había sido primero por la
suerte se
acercó derechamente y escogió la mayor tiranía; y por su
necedad y
avidez no hizo previamente el conveniente examen, sino que se le pasó por alto
que en ello iba el fatal destino de devorar a sus hijos y otras calamidades;
mas después que lo miró despacio, se daba de golpes y lamentaba su preferencia,
saliéndose de las prescripciones del adivino, porque no se reconocía culpable
de aquellas desgracias, sino que acusaba a la fortuna, a los hados y a todo
antes que a sí mismo.
Y éste
era de los que habían venido del cielo y en su vida anterior había vivido en
una república bien ordenada y había tenido su parte de virtud por hábito, pero
sin filosofía. Y en general, entre los así chasqueados no eran los menos los
que habían venido del cielo, por no estar éstos ejercitados en los trabajos,
mientras que la mayor parte de los procedentes de la tierra, por haber padecido
ellos mismos y haber visto padecer a los demás, no hacían sus elecciones tan de
prisa. De esto, y de la suerte que les había caído, les venía a las más de las
almas ese cambio de bienes y males.
Porque
cualquiera que, cada vez que viniera a esta vida, filosofara sanamente y no
tuviera en el sorteo uno de los últimos puestos, podría, según lo que de allá
se contaba, no sólo ser feliz aquí, sino tener de acá para allá y al regreso de
allá para acá un camino fácil y celeste, no ya escarpado y subterráneo.
Tal
-decía- era aquel interesante espectáculo en que las almas, una
por una,
escogían sus vidas; el cual, al mismo tiempo, resultaba lastimoso, ridículo y
extraño, porque la mayor parte de las veces se
hacía la
elección según aquello a lo que se estaba habituado en la vida anterior.
Y dijo
que había visto allí cómo el alma que en un tiempo había sido de Orfeo elegía
vida de cisne, en odio del linaje femenil, ya que no quería nacer engendrada en
mujer a causa de la muerte que sufrió
a manos
de éstas; había visto también al alma de Támiras, que escogía vida de ruiseñor,
y a un cisne que, en la elección, cambiaba su vida por la humana, cosa que
hacían también otros animales cantores.
De igual
manera se hacían las transformaciones de los animales en hombres o en otros
animales: los animales injustos se cambiaban en fieras; los justos, en animales
mansos, y se daban también mezclas de toda clase.
Y después
de haber elegido su vida todas las almas, se acercaban a Láquesis por el orden
mismo que les había tocado; y ella daba a cada uno, como guardián de su vida y
cumplidor de su elección, el hado que había escogido. Éste llevaba entonces al
alma hacia Cloto y la ponía bajo su mano y bajo el giro del huso movido por
ella, sancionando así el destino que había elegido al venirle su turno.
Después
de haber tocado en el huso se le llevaba al hilado de Átropo, el cual hacía irreversible
lo dispuesto; de allí, sin que pudiera volverse, iba al pie del trono de la Necesidad y, pasando al
otro lado y acabando de pasar asimismo los demás, se encaminaban todos al campo
del Olvido a través de un terrible calor de asfixia, porque dicho campo estaba
desnudo de árboles y de todo cuanto produce la tierra.
Al venir
la tarde acampaban junto al río de la Despreocupación,
cuya agua no puede contenerse en vasija alguna; y a todos les era forzoso beber
una cierta cantidad de aquella agua, de la cual bebían más de la medida los que
no eran contenidos por la discreción, y al beber cada cual se olvidaba de todas
las cosas.
Y, una
vez que se habían acostado y eran las horas de la medianoche, se produjo un
trueno y temblor de tierra y al punto cada uno era elevado por un sitio
distinto para su nacimiento, deslizándose todos a manera de estrellas.
A él, sin
embargo, le habían impedido que bebiera del agua; pero por qué vía y de qué
modo había llegado a su cuerpo no lo sabía, sino que de pronto, levantando la
vista, se había visto al amanecer yaciente en la pira.
Y así,
Glaucón, se salvó este relato y no se perdió, y aun nos puede
salvar a
nosotros si le damos crédito, con lo cual pasaremos felizmente el río del
Olvido y no contaminaremos nuestra alma.
Antes
bien, si os atenéis a lo que os digo y creéis que el alma es inmortal y capaz
de sostener todos los males y todos los bienes, iremos siempre por el camino de
lo alto y practicaremos de todas formas la justicia, juntamente con la
inteligencia, para que así seamos amigos de nosotros mismos y de los dioses
tanto durante nuestra permanencia aquí como cuando hayamos recibido, a la
manera de los vencedores que los van recogiendo en los juegos, los galardones
de aquellas virtudes; y acá, y también en el viaje de mil años que hemos
descrito, seamos felices.
-Pues he de hacerte -dije
yo- no un relato de Alcínoo, sino el de un bravo sujeto, Er, hijo del Armenio, panfilio de nación, que murió
en una guerra y, habiendo sido
levantados, diez días después, los cadáveres ya putrefactos, él fue recogido
incorrupto y llevado a casa para ser enterrado y, yaciente sobre la pira,
volvió a la vida a los doce días y contó, así resucitado, lo que había visto
allá.
Dijo que, después de salir del cuerpo, su alma se había puesto en
camino con otras muchas y habían llegado a un lugar maravilloso donde aparecían
en la tierra dos aberturas que comunicaban entre sí y otras dos arriba en el
cielo, frente a ellas.
En mitad había unos jueces que, una vez pronunciados sus juicios, mandaban
a los justos que fueran subiendo a través del cielo, por el
Camino de la derecha, tras haberles colgado por delante un rótulo
con lo juzgado; y a los injustos les ordenaban ir hacia abajo por el camino de
la izquierda, llevando también, éstos detrás, la señal de todo lo que habían hecho.
Y, al adelantarse él, le dijeron que debía ser NUNCIO de las cosas de allá para los hombres y le
invitaron a que oyera y contemplara cuanto había en aquel lugar; y así vio
cómo, por una de las aberturas del cielo y otra de la tierra, se marchaban las
almas después de juzgadas; y cómo, por una de las otras dos, salían de la
tierra llenas de suciedad y de polvo, mientras por la restante bajaban más
almas, limpias, desde el cielo.
Y las que iban llegando parecían venir de un largo viaje y,
saliendo contentas a la pradera, acampaban como en una gran feria, y todas las
que se conocían se saludaban y las que venían de la tierra se informaban de las
demás en cuanto a las cosas de allá, y las que venían del cielo, de lo tocante
a aquellas otras; y se hacían mutuamente sus relatos, las unas entre gemidos y
llantos, recordando cuántas y cuán grandes cosas habían pasado y visto en su
viaje subterráneo, que había durado mil años; y las que venían del cielo
hablaban de su bienaventuranza y de visiones de indescriptible hermosura.
Referirlo todo, Glaucón, sería cosa de mucho tiempo; pero lo
principal -decía- era lo siguiente: que cada cual pagaba la pena de todas sus
injusticias y ofensas hechas a los demás, la una tras la otra, y diez veces por
cada una, y cada vez durante cien años, en razón de ser ésta la duración de la
vida humana; y el fin era que pagasen decuplicado el castigo de su delito.
Y así, los que eran culpables de gran número de muertes o habían
traicionado a ciudades o ejércitos o los habían reducido a la esclavitud o, en
fin, eran responsables de alguna otra calamidad de este género, ésos recibían
por cada cosa de éstas unos padecimientos diez veces mayores; y los que habían
realizado obras buenas y habían sido justos y piadosos, obtenían su merecido en
la misma proporción.
Y también sobre los niños muertos en el momento de nacer o que
habían vivido poco tiempo refería otras cosas menos dignas de mención; pero
contaba que eran aún mayores las sanciones de la piedad e impiedad para con los
dioses y los padres y del homicidio a mano armada.
»Decía, pues, que se había hallado al lado de un sujeto al que preguntaba
otro que dónde estaba Ardieo el Grande. Este Ardieo había sido, mil años antes,
tirano de una ciudad de Panfilia después de haber matado a su anciano padre y a
su hermano mayor y de haber realizado, según decían, otros muchos crímenes
impíos. Y contaba que el preguntado contestó: "No ha venido ni es de creer
que venga aquí”.
En efecto, entre otros espectáculos terribles hemos contemplado el
siguiente: una vez que estuvimos cerca de la abertura y a punto de subir, tras
haber pasado por todo lo demás, vimos de pronto a ese Ardieo y a otros, tiranos
en su mayoría. Y había también algunos particulares de los más pecadores, a
todos los cuales la abertura, cuando ya pensaban que iban a subir, no los
recibía, sino que, por el contrario, daba un mugido cada vez que uno de estos
sujetos, incurables en su perversidad o que no habían pagado suficientemente su
pena, trataba de subir.
Entonces -contaba- unos hombres salvajes y, según podía verse, henchidos
de fuego, que estaban allá y oían el mugido, se llevaban a los unos cogiéndolos
por medio, y a Ardieo y a otros les ataban
las manos, los pies y la cabeza y, arrojándolos por tierra y desollándolos, los
sacaban a orilla del camino, los desgarraban sobre unos aspálatos y declaraban
a los que iban pasando por qué motivos y cómo los llevaban para arrojarlos al
Tártaro"..
Allí -decía-, aunque eran muchos los terrores que ya habían
sentido, les superaba a todos el que tenían de oír aquella voz en la subida; y,
si callaba, subían con el máximo contento.
Tales eran las penas y castigos, y las recompensas en
correspondencia con ellos. Y, después de pasar siete días en la pradera, cada
uno tenía que levantar el campo en el octavo y ponerse en marcha; y otros
cuatro días después llegaban a un paraje desde cuya altura podían dominar la luz
extendida a través del cielo y de la tierra, luz recta como una columna y
semejante, más que a ninguna otra, a la del arco iris, bien que más brillante y
más pura.
Llegaban a ella en un día de jornada y allí, en la mitad de la
luz, vieron, tendidos desde el cielo, los extremos de las cadenas, porque esta
luz encadenaba el cielo sujetando toda su esfera como las ligaduras de las
trirremes. Y desde los extremos vieron tendido el huso de la Necesidad, merced al
cual giran todas las esferas.
Su vara y su gancho eran de acero, y la tortera, de una mezcla de
esta y de otras materias. Y la naturaleza de esa tortera era la siguiente: su forma,
como las de aquí, pero, según lo que dijo, había que concebirla a la manera de
una tortera vacía y enteramente hueca en la que se hubiese embutido otra
semejante más pequeña, como las cajas cuando se ajustan unas dentro de otras; y
así una tercera y una cuarta y otras cuatro más. Ocho eran, en efecto, las
torteras en total, metidas unas en otras, y mostraban arriba sus bordes como
círculos, formando la superficie continua de una sola tortera alrededor de la
vara que atravesaba de parte a parte el centro de la octava.
La tortera primera y exterior tenía más ancho que el de las otras
su borde circular; seguíale en anchura el de la sexta; el tercero era el de la
cuarta; el cuarto, el de la octava; el quinto, el de la séptima; el sexto, el
de la quinta; el séptimo, el de la tercera, y el octavo, el de la segunda. El
borde de la tortera mayor era también el más estrellado; el de la séptima, el
más brillante; el de la octava recibía su color del brillo que le daba el de la
séptima; los de la segunda y la quinta eran semejantes entre sí y más amarillentos
que los otros; el tercero era el más blanco de color; el cuarto, rojizo y el
sexto tenía el segundo lugar por su blancura. El huso todo daba vueltas con
movimiento uniforme, y en ese todo que así giraba los siete círculos más
interiores daban vueltas a su vez, lentamente y en sentido contrario al
conjunto; de ellos el que llevaba más velocidad era el octavo; seguíanle el séptimo,
el sexto y el quinto, los tres a una; el cuarto les parecía que era el tercero
en la velocidad de ese movimiento retrógrado; el tercero, el cuarto; y el
segundo, el quinto. El huso mismo giraba en la falda de la Necesidad, y encima de
cada uno de los círculos iba una Sirena que daba también vueltas y lanzaba una voz
siempre del mismo tono; y de todas las voces, que eran ocho, se formaba un
acorde.
Había otras tres mujeres sentadas en círculo, cada una en un trono
y a distancias iguales; eran las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de
blanco y con ínfulas en la cabeza: Láquesis, Cloto y Átropo. Cantaban al son de
las Sirenas: Láquesis, las cosas pasadas; Cloto, las presentes y Átropo, las
futuras. Cloto, puesta la mano derecha en el huso, ayudaba de tiempo en tiempo
el giro del círculo exterior; del mismo modo hacía girar Átropo los círculos
interiores con su izquierda; y Láquesis, aplicando ya la derecha, ya la
izquierda, hacía otro tanto alternativamente con el uno y los otros de estos
círculos.
Y contaba que ellos, una vez llegados allá, tenían que acercarse a
Láquesis; que un cierto adivino los colocaba previamente en fila y que, tomando
después unos lotes y modelos de vida del halda de la
misma Láquesis, subía a una alta tribuna y decía:
Ésta es la palabra de la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas
efímeras, he aquí que comienza para vosotras una nueva carrera caduca en
condición mortal. No será el Hado quien os elija, sino que vosotras elegiréis
vuestro hado. Que el que salga por suerte el primero, escoja el primero su
género de vida, al que ha de quedar inexorablemente unido. La virtud, empero,
no admite dueño; cada uno participará más o menos de ella según la honra o el
menosprecio en que la tenga. La responsabilidad es del que elige; no hay culpa
alguna en la Divinidad’”.
Habiendo hablado así, arrojó los lotes a la multitud y cada cual
alzó
el que había caído a su lado, excepto el mismo Er, a quien no se
le
permitió hacerlo así; y, al cogerlo, quedaban enterados del puesto
que les había caído en suerte.
A continuación puso el adivino en tierra, delante de ellos, los
modelos de vida en número mucho mayor que el de ellos mismos; y las había de
todas clases: vidas de toda suerte de animales y el total de las vidas humanas.
Contábanse entre ellas existencias de tiranos: las unas, llevadas hasta el fin;
las otras, deshechas en mitad y terminadas en pobrezas, destierros y mendigueces.
Y había vidas de hombres famosos, los unos por su apostura y belleza o por su
robustez y vigor en la lucha, los otros por su nacimiento y las hazañas de sus
progenitores; las había asimismo de hombres oscuros y otro tanto ocurría con
las de las mujeres.
No había, empero, allí categorías de alma, por ser forzoso que
éstas resultasen diferentes según la vida que eligieran; pero todo lo demás
aparecía mezclado entre sí y con accidentes diversos de pobrezas y riquezas, de
enfermedades y salud, y una parte se quedaba en la mitad de estos extremos.
Allí, según parece, estaba, querido Glaucón, todo el peligro para
el hombre; y por esto hay que atender sumamente a que cada uno de nosotros, aun
descuidando las otras enseñanzas, busque y aprenda
ésta y vea si es capaz de informarse y averiguar por algún lado
quién le dará el poder y la ciencia de distinguir la vida provechosa y la miserable
y de elegir siempre y en todas partes la mejor posible.
Y para ello ha de calcular la relación que todas las cosas dichas,
ya
combinadas entre sí, ya cada cual por sí misma, tienen con la
virtud en la vida; ha de saber el bien o el mal que ha de producir la hermosura
unida a la pobreza y unida a la riqueza y a tal o cual disposición del alma, y
asimismo el que traerán, combinándose entre sí, el bueno o mal nacimiento, la
condición privada o los mandos, la robustez o la debilidad, la facilidad o
torpeza en aprender y todas las cosas semejantes existentes por naturaleza en
el alma o adquiridas por ésta.
De modo que, cotejándolas en su mente todas ellas, se hallará
capaz de hacer la elección si delimita la bondad o maldad de la vida de
conformidad con la naturaleza del alma y si, llamando mejor a la que la lleva a
ser más justa y peor a la que la lleva a ser más injusta, deja a un lado todo
lo demás: hemos visto, en efecto, que tal es la mejor elección para el hombre
así en vida como después de la muerte.
Y al ir al Hades hay que llevar esta opinión firme como el acero
para no dejarse allí impresionar por las riquezas y males semejantes y para no
caer en tiranías y demás prácticas de este estilo, con lo que se realizan
muchos e insanables daños y se sufren mayores; antes bien, hay que saber elegir
siempre una vida media entre los extremos y evitar en lo posible los excesos en
uno y otro sentido, tanto en esta vida como en la ulterior, porque así es como
llega el hombre a mayor felicidad.
Y entonces el mensajero de las cosas de allá contaba que el adivino
habló así: "Hasta para el último que venga, si elige con discreción y vive
con cuidado, hay una vida amable y buena. Que no se descuide quien elija
primero ni se desanime quien elija el último".
Y contaba que, una vez dicho esto, el que había sido primero por
la
suerte se acercó derechamente y escogió la mayor tiranía; y por su
necedad y avidez no hizo previamente el conveniente examen, sino
que se le pasó por alto que en ello iba el fatal destino de devorar a sus hijos
y otras calamidades; mas después que lo miró despacio, se daba de golpes y
lamentaba su preferencia, saliéndose de las prescripciones del adivino, porque
no se reconocía culpable de aquellas desgracias, sino que acusaba a la fortuna,
a los hados y a todo antes que a sí mismo.
Y éste era de los que habían venido del cielo y en su vida
anterior había vivido en una república bien ordenada y había tenido su parte de
virtud por hábito, pero sin filosofía. Y en general, entre los así chasqueados
no eran los menos los que habían venido del cielo, por no estar éstos ejercitados
en los trabajos, mientras que la mayor parte de los procedentes de la tierra,
por haber padecido ellos mismos y haber visto padecer a los demás, no hacían
sus elecciones tan de prisa. De esto, y de la suerte que les había caído, les
venía a las más de las almas ese cambio de bienes y males.
Porque cualquiera que, cada vez que viniera a esta vida,
filosofara sanamente y no tuviera en el sorteo uno de los últimos puestos,
podría, según lo que de allá se contaba, no sólo ser feliz aquí, sino tener de
acá para allá y al regreso de allá para acá un camino fácil y celeste, no ya
escarpado y subterráneo.
Tal -decía- era aquel interesante espectáculo en que las almas,
una
por una, escogían sus vidas; el cual, al mismo tiempo, resultaba lastimoso,
ridículo y extraño, porque la mayor parte de las veces se
hacía la elección según aquello a lo que se estaba habituado en la
vida anterior.
Y dijo que había visto allí cómo el alma que en un tiempo había
sido de Orfeo elegía vida de cisne, en odio del linaje femenil, ya que no
quería nacer engendrada en mujer a causa de la muerte que sufrió
a manos de éstas; había visto también al alma de Támiras, que
escogía vida de ruiseñor, y a un cisne que, en la elección, cambiaba su vida
por la humana, cosa que hacían también otros animales cantores.
El alma a quien había tocado el lote veinteno había elegido vida
de león, y era la de Ayante Telamonio, que rehusaba volver a ser hombre,
acordándose de juicio de las armas. La siguiente era la de Agamenón, la cual,
odiando también, a causa de sus padecimientos, al linaje humano, había tomado en
el cambio una vida de águila. El alma de Atalanta, que sacó suerte entre las de
en medio, no pudo pasar adelante viendo los grandes honores de un cierto
atleta, sino que los tomó para sí. Después de ésta vio el alma
de Epeo, hijo de Panopeo, que trocó su condición por la de una
mujer laboriosa; y, ya entre las últimas, a la del ridículo Tersites, que
revistió forma de mono.
Y ocurrió que, última de todas por la suerte, iba a hacer su
elección el alma de Ulises y, dando de lado a su ambición con el recuerdo de
sus anteriores fatigas, buscaba, dando vueltas durante largo rato, la vida de
un hombre común y desocupado y por fin la halló echada en cierto lugar y
olvidada por los otros y, una vez que la vio, dijo que lo
mismo habría hecho de haber salido la primera y la escogió con
gozo.
De igual manera se hacían las transformaciones de los animales en
hombres o en otros animales: los animales injustos se cambiaban en fieras; los justos,
en animales mansos, y se daban también mezclas de toda clase.
Y después de haber elegido su vida todas las almas, se acercaban a
Láquesis por el orden mismo que les había tocado; y ella daba a cada uno, como
guardián de su vida y cumplidor de su elección, el hado que había escogido.
Éste llevaba entonces al alma hacia Cloto y la ponía bajo su mano y bajo el
giro del huso movido por ella, sancionando así el destino que había elegido al
venirle su turno.
Después de haber tocado en el huso se le llevaba al hilado de
Átropo, el cual hacía irreversible lo dispuesto; de allí, sin que pudiera
volverse, iba al pie del trono de la Necesidad y, pasando al otro lado y acabando de
pasar asimismo los demás, se encaminaban todos al campo del Olvido a través de
un terrible calor de asfixia, porque dicho campo estaba desnudo de árboles y de
todo cuanto produce la tierra.
Al venir la tarde acampaban junto al río de la Despreocupación,
cuya agua no puede contenerse en vasija alguna; y a todos les era forzoso beber
una cierta cantidad de aquella agua, de la cual bebían más de la medida los que
no eran contenidos por la discreción, y al beber cada cual se olvidaba de todas
las cosas.
Y, una vez que se habían acostado y eran las horas de la
medianoche, se produjo un trueno y temblor de tierra y al punto cada uno era
elevado por un sitio distinto para su nacimiento, deslizándose todos a manera
de estrellas.
A él, sin embargo, le habían impedido que bebiera del agua; pero
por qué vía y de qué modo había llegado a su cuerpo no lo sabía, sino que de
pronto, levantando la vista, se había visto al amanecer yaciente en la pira.
Y así, Glaucón, se salvó este relato y no se perdió, y aun nos
puede
salvar a nosotros si le damos crédito, con lo cual pasaremos
felizmente el río del Olvido y no contaminaremos nuestra alma.
Antes bien, si os atenéis a lo que os digo y creéis que el alma es
inmortal y capaz de sostener todos los males y todos los bienes, iremos siempre
por el camino de lo alto y practicaremos de todas formas la justicia, juntamente
con la inteligencia, para que así seamos amigos de nosotros mismos y de los
dioses tanto durante nuestra permanencia aquí como cuando hayamos recibido, a
la manera de los vencedores que los van recogiendo en los juegos, los
galardones de aquellas virtudes; y acá, y también en el viaje de mil años que
hemos descrito, seamos felices.