lunes, 3 de enero de 2022

Eros y Civilización. Herbert Marcuse.

La reflexión sobre la obra de Sigmund Freud ocupa un lugar central en el pensamiento de Herbert Marcuse, que, según confesión propia, llegó a interesarse por el psicoanálisis a finales de los años treinta, en la época en que la guerra civil española, las aberraciones del estalinismo y el auge de los totalitarismos en Europa  ( Benito Mussolini en Italia y Adolfo Hitler en Alemania) le condujeron, como a tantos otros intelectuales europeos de izquierda, a una constatación de las insuficiencias de las teorías de Karl Marx.

Pero los avatares de la emigración y  , los resultantes traumas de la segunda guerra mundial retardaron esta «investigación filosófica sobre Sigmund Freud» que es Eros y Civilización, la cual apareció en su primera edición en 1953.

Existen en el psicoanálisis dos vertientes que Freud separó siempre cuidadosamente; una es la vertiente terapéutica, de base científica, destinada a la curación de las neurosis, que conlleva una metodología y una teoría psicológicas; la otra es una vertiente filosófica, que comprende las hipótesis que Freud derivó de su experiencia clínica y que las erigió como tentativas de un análisis de la cultura.

Esta última vertiente creció en importancia en los últimos años de la vida del fundador del psicoanálisis, y suele denominarse «metapsicología freudiana». Su riqueza es tal en cuanto a capacidad crítica de la cultura (o de la civilización, términos que Marcuse utiliza indistintamente), que algunos de los más importantes proyectos de revisión de la teoría psicoanalítica posteriores a la muerte de Freud se han definido con relación a esta metapsicología, ya sea porque Herbert Marcuse ha sido abandonada por el psicoanálisis oficial o rechazada por los llamados «neofreudianos» por su «biologismo»; ya sea porque su base filosófica ha permitido potenciar aspectos ocultos del propio psicoanálisis.

Y esta es justamente la labor que emprendió Marcuse en Eros y civilización, tratando de responder a la pregunta de si es posible una civilización no represiva, más allá de la negativa del propio Freud a tal cuestión, y partiendo desde la propia teoría freudiana, de su «tendencia oculta».

El pesimismo de Freud se basaba en una constatación expresa en El malestar de la cultura: «Si la civilización es un inevitable curso de desarrollo desde el grupo de la familia hasta el grupo de la humanidad como conjunto, una intensificación del sentido de culpa —resultante del innato conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre la inclinación hacia el amor y la muerte—, estará inextricablemente unido con él, hasta que quizá el sentido de culpa alcance una magnitud que los individuos difícilmente puedan soportar>^.

De lo que se deduce que para Freud la felicidad no tenía el rango de valor cultural. Pero, ¿de dónde surge esta culpa, este «pecado original» que se reproduce desde los orígenes de la Humanidad y que pesa como una maldición en cada generación? Surge de una transgresión social, que Freud explicó mediante la hipótesis de la horda primitiva.

En ésta un individuo, el padre, se impuso a los otros, y a fin de garantizar la cohesión de la horda, organizada en la dominación, impuso una serie de restricciones: monopolizó a las mujeres —es decir, el placer— y estableció en consecuencia unos tabúes y unos deberes hacia la comunidad —fundamentalmente el deber del trabajo a fin de satisfacer las necesidades del grupo—.

Pero los hijos se rebelaron contra los tabúes que impedían la obtención del placer y contra los deberes penosos. La rebelión culminó con el asesinato del padre, que fue sustituido por el clan fraterno, pero éste, a fin de asegurar la cohesión del grupo, mantuvo las prohibiciones, los tabúes que el padre había implantado.

El crimen primario había producido un sentimiento de culpabilidad y éste, a su vez, había llevado a una restauración de la autoridad por momentos suprimida. En este momento nació, según Freud, la civilización, indeleblemente unida a esta culpa original, que se reproduce a escala ontogenética y filogenética, en cada individuo y en cada generación.

El instinto de muerte, la agresión que de él se deriva, acabó con la dominación del padre, pero el remordimiento que produjo el amor que los hijos sentían por el padre (recuérdese la innata ambivalencia antes referida por Freud) creó el superego (superyó).

Esto da pie, a Marcuse, a organizar un recorrido por la conocida tópica freudiana, los tres ámbitos que definen el aparato psíquico humano: el id o ello, representación del mundo instintivo, atemporal, y que emerge en la metapsicología freudiana como principio del placer, y el ego o superego (yo o superyó); el primero como mediación en el tiempo de las exigencias instintivas del id, que pugnan por el placer (que en sentido freudiano significa, de modo amplio, disminución del malestar o del dolor, o ausencia de tensión, es decir liberación de una concentración de energía o libido) y de las instancias represoras del superego, ámbito de internalización de las normas sociales, de la culpa, y que se Herbert Marcuse reproduce socialmente de generación en generación.

La mediación del ego con el id y con el superego se produce al amparo del principio de realidad, concreción de aquellas partes que el yo puede llegar a realizar entre las demandas imperiosas del id y las instancias castigadoras del superego.

En la metapsicología freudiana, Freud englobó estos aspectos en un principio dual: Eros y Tánatos. El primero es un instinto que comprende tanto los instintos sexuales como aquellas fuerzas sublimadas, originariamente instintivas, que han sido, por tanto, desviadas de sus fines pero al servicio de la cultura (el arte sería el mejor ejemplo de esfuerzo sublimado).

Tánatos subsumiría en su seno los instintos de destrucción, la relación entre ambos es la dialéctica: el Eros puede ser destructor con el fin de imponer sus condiciones y Tánatos aspira a la quietud última, la de la materia inorgánica, en la que la ausencia de placer es total, pero también lo es la de dolor.

La civilización, según Freud, se ha creado mediante esta eterna lucha entre instintos de vida contra instintos de muerte. Una parte de la vida instintiva ha sido sublimada; otra, meramente desexualizada en aras del principio de realidad, es decir reprimida. Como que el trabajo es generalmente doloroso, funciona a contrarío del principio de placer. La civilización se basa así en una renuncia a la vida instintiva. Pero esta represión de los instintos sexuales —inclusive los agresivos, de los que Eros extrae también energía para canalizarla en obras de cultura, en trabajo— termina por hacer fracasar la obra misma de Eros.

El callejón sin salida de la civilización radica en que por un lado debe reprimir los instintos sexuales, pero por otro esta represión fortalece los instintos destructivos que terminan por escapar del dominio de Eros. En consecuencia esta civilización reprimida y represora es incapaz de controlar la agresividad que genera. Esta cada vez es mayor, puesto que el progreso de la civilización ha sido precisamente progreso en la renuncia instintiva, en las defensas individuales y sociales aplicadas a frenar los instintos de la sexualidad.

En consecuencia la culpa, como afirmaba Freud, es cada vez mayor, puesto que mayor es la destructividad que genera la civilización en su progreso.

Después de esta esquemática síntesis de la metapsicología freudiana y del pesimismo que de ella deriva, quizá pueda entenderse mejor el proyecto de Marcuse al escribir Eros y civilización.

Se trataba de recorrer este pesimismo freudiano desde dentro de la misma teoría y ver si ésta podía permitir un desarrollo distinto que condujera a pensar una salida para este camino imparable de la civilización hacia su irracionalidad total.

Puesto que las categorías freudianas son a históricas, se hacía necesario revisar la teoría freudiana enmarcándola históricamente. Y dado que el individuo es, a su vez, una noción abstracta en su autonomía, era posible partir de una equivalencia entre categorías psicológicas y categorías políticas —«los términos de la psicología llegan a ser los términos de las fuerzas sociales que definen la psique»—.

En suma, era necesario y posible establecer una mediación entre psicoanálisis y marxismo que ampliara el campo de la «teoría crítica de la sociedad », tal como la definiera en su día Max Horkheimer como directriz de las investigaciones de la Escuela de Frankfurt.

De esta reinterpretación de Freud a la luz Herbert Marcuse del marxismo surgen dos aportaciones, que son, con mucho, lo más original de Eros y civilización. La primera de ellas es el concepto de represión sobrante (surplus repression). La segunda, la modificación del principio de realidad freudiano mediante la incorporación de lo que Marcuse llama principio de actuación.

La represión sobrante es un principio económico que se refiere a la cantidad de energía libidinosa que se desvía de sus fines, más allá de la estricta represión de los instintos necesaria para que exista la civilización. El surplus es una cuota adicional y monstruosa que la humanidad paga porque la sociedad está estructurada bajo la dominación. Y ésta, históricamente hablando, es la dominación del capital.

Esta represión sobrante, que se adiciona a través de los medios de reproducción social de la dominación —familia, escuela, etc.— ha llegado, según Marcuse, al paroxismo de las sociedades de capitalismo avanzado en las que a una trabajo alienante, no gratificador, se superpone el control del tiempo libre, último reducto en el que antaño el principio del placer encontraba su —parcial— plasmación.

El principio de actuación es la forma histórica concreta que para Marcuse toma el principio de realidad. Este, al igual que el principio de placer, rige el funcionamiento mental del individuo, pero está enmarcado bajo el capitalismo en unas formas cualitativamente distintas que tienen por base la cosificación.

Bajo las instancias de la producción en el capitalismo el individuo ha debido constreñir su sexualidad a la organización meramente genital, que concentra la libido a fin de potenciar el resto del cuerpo como un instrumento de trabajo.

El principio de actuación ha despojado así al organismo de sus zonas erógenas, pre genitales, que están al servicio de una sexualidad no productiva ni concorde con la organización social específica del trabajo y de la familia.

En este sentido, y al igual que la represión sobrante, el principio de actuación no está indisolublemente ligado a la cultura, y una nueva organización de ésta permitiría establecer un principio de realidad que restringiera mucho menos el principio de placer.

Se haría posible entonces, para Marcuse, la reactivación de la sexualidad paliforme y narcisista que caracteriza la vida infantil, mediante una sublimación no represiva, que permitiría llegar incluso a una sublimación sin desexualización.

El instinto, no desviado de su aspiración, quedaría «gratificado en actividades y relaciones que no son sexuales en el sentido de la sexualidad genital «organizada» y (que) sin embargo son libidinales y eróticas». Pero para ello sería necesario la disolución del trabajo enajenado y que el organismo existiera «como un sujeto de auto-realización».  

Marcuse encuentra que las sociedades de capitalismo avanzado han llegado a una plenitud de recursos intelectuales y materiales que hace no utópica la construcción de una civilización no represiva. En esta civilización Eros haría definitivamente que «la muerte dejara de ser una meta instintiva» y desligaría esta infernal relación entre instinto de muerte y necesidad de culpa.

 



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