La reflexión sobre la obra de Sigmund Freud ocupa un lugar central en el pensamiento de Herbert Marcuse, que, según confesión propia, llegó a interesarse por el psicoanálisis a finales de los años treinta, en la época en que la guerra civil española, las aberraciones del estalinismo y el auge de los totalitarismos en Europa ( Benito Mussolini en Italia y Adolfo Hitler en Alemania) le condujeron, como a tantos otros intelectuales europeos de izquierda, a una constatación de las insuficiencias de las teorías de Karl Marx.
Pero los avatares de la emigración y , los resultantes traumas de la segunda guerra
mundial retardaron esta «investigación filosófica sobre Sigmund Freud» que es
Eros y Civilización, la cual apareció en su primera edición en 1953.
Existen en el psicoanálisis dos
vertientes que Freud separó siempre cuidadosamente; una es la vertiente
terapéutica, de base científica, destinada a la curación de las neurosis, que
conlleva una metodología y una teoría psicológicas; la otra es una vertiente
filosófica, que comprende las hipótesis que Freud derivó de su experiencia
clínica y que las erigió como tentativas de un análisis de la cultura.
Esta última vertiente creció en
importancia en los últimos años de la vida del fundador del psicoanálisis, y
suele denominarse «metapsicología freudiana». Su riqueza es tal en cuanto a
capacidad crítica de la cultura (o de la civilización, términos que Marcuse
utiliza indistintamente), que algunos de los más importantes proyectos de
revisión de la teoría psicoanalítica posteriores a la muerte de Freud se han
definido con relación a esta metapsicología, ya sea porque Herbert Marcuse ha
sido abandonada por el psicoanálisis oficial o rechazada por los llamados
«neofreudianos» por su «biologismo»; ya sea porque su base filosófica ha
permitido potenciar aspectos ocultos del propio psicoanálisis.
Y esta es justamente la labor que
emprendió Marcuse en Eros y civilización, tratando de responder a la pregunta
de si es posible una civilización no represiva, más allá de la negativa del
propio Freud a tal cuestión, y partiendo desde la propia teoría freudiana, de
su «tendencia oculta».
El pesimismo de Freud se basaba en
una constatación expresa en El malestar de la cultura: «Si la civilización es
un inevitable curso de desarrollo desde el grupo de la familia hasta el grupo
de la humanidad como conjunto, una intensificación del sentido de culpa
—resultante del innato conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre la
inclinación hacia el amor y la muerte—, estará inextricablemente unido con él,
hasta que quizá el sentido de culpa alcance una magnitud que los individuos
difícilmente puedan soportar>^.
De lo que se deduce que para Freud la
felicidad no tenía el rango de valor cultural. Pero, ¿de dónde surge esta
culpa, este «pecado original» que se reproduce desde los orígenes de la
Humanidad y que pesa como una maldición en cada generación? Surge de una
transgresión social, que Freud explicó mediante la hipótesis de la horda
primitiva.
En ésta un individuo, el padre, se
impuso a los otros, y a fin de garantizar la cohesión de la horda, organizada
en la dominación, impuso una serie de restricciones: monopolizó a las mujeres
—es decir, el placer— y estableció en consecuencia unos tabúes y unos deberes
hacia la comunidad —fundamentalmente el deber del trabajo a fin de satisfacer
las necesidades del grupo—.
Pero los hijos se rebelaron contra
los tabúes que impedían la obtención del placer y contra los deberes penosos.
La rebelión culminó con el asesinato del padre, que fue sustituido por el clan
fraterno, pero éste, a fin de asegurar la cohesión del grupo, mantuvo las
prohibiciones, los tabúes que el padre había implantado.
El crimen primario había producido un
sentimiento de culpabilidad y éste, a su vez, había llevado a una restauración
de la autoridad por momentos suprimida. En este momento nació, según Freud, la
civilización, indeleblemente unida a esta culpa original, que se reproduce a
escala ontogenética y filogenética, en cada individuo y en cada generación.
El instinto de muerte, la agresión
que de él se deriva, acabó con la dominación del padre, pero el remordimiento
que produjo el amor que los hijos sentían por el padre (recuérdese la innata
ambivalencia antes referida por Freud) creó el superego (superyó).
Esto da pie, a Marcuse, a organizar
un recorrido por la conocida tópica freudiana, los tres ámbitos que definen el
aparato psíquico humano: el id o ello, representación del mundo instintivo,
atemporal, y que emerge en la metapsicología freudiana como principio del
placer, y el ego o superego (yo o superyó); el primero como mediación en el
tiempo de las exigencias instintivas del id, que pugnan por el placer (que en
sentido freudiano significa, de modo amplio, disminución del malestar o del
dolor, o ausencia de tensión, es decir liberación de una concentración de energía
o libido) y de las instancias represoras del superego, ámbito de
internalización de las normas sociales, de la culpa, y que se Herbert Marcuse reproduce
socialmente de generación en generación.
La mediación del ego con el id y con
el superego se produce al amparo del principio de realidad, concreción de
aquellas partes que el yo puede llegar a realizar entre las demandas imperiosas
del id y las instancias castigadoras del superego.
En la metapsicología freudiana, Freud
englobó estos aspectos en un principio dual: Eros y Tánatos. El primero es un
instinto que comprende tanto los instintos sexuales como aquellas fuerzas
sublimadas, originariamente instintivas, que han sido, por tanto, desviadas de
sus fines pero al servicio de la cultura (el arte sería el mejor ejemplo de
esfuerzo sublimado).
Tánatos subsumiría en su seno los
instintos de destrucción, la relación entre ambos es la dialéctica: el Eros
puede ser destructor con el fin de imponer sus condiciones y Tánatos aspira a
la quietud última, la de la materia inorgánica, en la que la ausencia de placer
es total, pero también lo es la de dolor.
La civilización, según Freud, se ha
creado mediante esta eterna lucha entre instintos de vida contra instintos de
muerte. Una parte de la vida instintiva ha sido sublimada; otra, meramente
desexualizada en aras del principio de realidad, es decir reprimida. Como que
el trabajo es generalmente doloroso, funciona a contrarío del principio de
placer. La civilización se basa así en una renuncia a la vida instintiva. Pero
esta represión de los instintos sexuales —inclusive los agresivos, de los que
Eros extrae también energía para canalizarla en obras de cultura, en trabajo—
termina por hacer fracasar la obra misma de Eros.
El callejón sin salida de la
civilización radica en que por un lado debe reprimir los instintos sexuales,
pero por otro esta represión fortalece los instintos destructivos que terminan
por escapar del dominio de Eros. En consecuencia esta civilización reprimida y
represora es incapaz de controlar la agresividad que genera. Esta cada vez es
mayor, puesto que el progreso de la civilización ha sido precisamente progreso
en la renuncia instintiva, en las defensas individuales y sociales aplicadas a
frenar los instintos de la sexualidad.
En consecuencia la culpa, como
afirmaba Freud, es cada vez mayor, puesto que mayor es la destructividad que
genera la civilización en su progreso.
Después de esta esquemática síntesis
de la metapsicología freudiana y del pesimismo que de ella deriva, quizá pueda
entenderse mejor el proyecto de Marcuse al escribir Eros y civilización.
Se trataba de recorrer este pesimismo
freudiano desde dentro de la misma teoría y ver si ésta podía permitir un
desarrollo distinto que condujera a pensar una salida para este camino
imparable de la civilización hacia su irracionalidad total.
Puesto que las categorías freudianas
son a históricas, se hacía necesario revisar la teoría freudiana enmarcándola
históricamente. Y dado que el individuo es, a su vez, una noción abstracta en
su autonomía, era posible partir de una equivalencia entre categorías
psicológicas y categorías políticas —«los términos de la psicología llegan a
ser los términos de las fuerzas sociales que definen la psique»—.
En suma, era necesario y posible
establecer una mediación entre psicoanálisis y marxismo que ampliara el campo
de la «teoría crítica de la sociedad », tal como la definiera en su día Max
Horkheimer como directriz de las investigaciones de la Escuela de Frankfurt.
De esta reinterpretación de Freud a
la luz Herbert Marcuse del marxismo surgen dos aportaciones, que son, con
mucho, lo más original de Eros y civilización. La primera de ellas es el
concepto de represión sobrante (surplus repression). La segunda, la
modificación del principio de realidad freudiano mediante la incorporación de
lo que Marcuse llama principio de actuación.
La represión sobrante es un principio
económico que se refiere a la cantidad de energía libidinosa que se desvía de
sus fines, más allá de la estricta represión de los instintos necesaria para
que exista la civilización. El surplus es una cuota adicional y monstruosa que
la humanidad paga porque la sociedad está estructurada bajo la dominación. Y
ésta, históricamente hablando, es la dominación del capital.
Esta represión sobrante, que se adiciona
a través de los medios de reproducción social de la dominación —familia,
escuela, etc.— ha llegado, según Marcuse, al paroxismo de las sociedades de
capitalismo avanzado en las que a una trabajo alienante, no gratificador, se
superpone el control del tiempo libre, último reducto en el que antaño el
principio del placer encontraba su —parcial— plasmación.
El principio de actuación es la forma
histórica concreta que para Marcuse toma el principio de realidad. Este, al
igual que el principio de placer, rige el funcionamiento mental del individuo,
pero está enmarcado bajo el capitalismo en unas formas cualitativamente
distintas que tienen por base la cosificación.
Bajo las instancias de la producción
en el capitalismo el individuo ha debido constreñir su sexualidad a la
organización meramente genital, que concentra la libido a fin de potenciar el
resto del cuerpo como un instrumento de trabajo.
El principio de actuación ha
despojado así al organismo de sus zonas erógenas, pre genitales, que están al
servicio de una sexualidad no productiva ni concorde con la organización social
específica del trabajo y de la familia.
En este sentido, y al igual que la
represión sobrante, el principio de actuación no está indisolublemente ligado a
la cultura, y una nueva organización de ésta permitiría establecer un principio
de realidad que restringiera mucho menos el principio de placer.
Se haría posible entonces, para
Marcuse, la reactivación de la sexualidad paliforme y narcisista que
caracteriza la vida infantil, mediante una sublimación no represiva, que
permitiría llegar incluso a una sublimación sin desexualización.
El instinto, no desviado de su
aspiración, quedaría «gratificado en actividades y relaciones que no son
sexuales en el sentido de la sexualidad genital «organizada» y (que) sin
embargo son libidinales y eróticas». Pero para ello sería necesario la
disolución del trabajo enajenado y que el organismo existiera «como un sujeto
de auto-realización».
Marcuse encuentra que las sociedades
de capitalismo avanzado han llegado a una plenitud de recursos intelectuales y
materiales que hace no utópica la construcción de una civilización no
represiva. En esta civilización Eros haría definitivamente que «la muerte
dejara de ser una meta instintiva» y desligaría esta infernal relación entre
instinto de muerte y necesidad de culpa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario