A dos meses de que se inicie oficialmente el
proceso electoral federal de 2108, la atención está centrada en el juego de
adivinanzas sobre quién ganará la Presidencia, quiénes serán los candidatos de
los principales partidos y los independientes, cuáles serán las alianzas que
permitirían derrotar al candidato puntero o al partido en el gobierno.
El punto central es si el PRD
decidirá aliarse con el PAN o si el patriarca de Morena absolverá al menguante
Sol Azteca para lograr una alianza de la pulverizada izquierda mexicana.
Paralelamente,
la ambición desbocada de los presuntos presidenciables ha desatado una ola de
rencillas intestinas en los partidos que amenaza con fracturar la debilitada
estructura de esas entidades que han dilapidado el interés público derivado del
artículo 41 de la Constitución.
Al mismo tiempo, la confianza
ciudadana en las instituciones responsables de dotar de legitimidad a las
elecciones está igualmente diluida. El signo positivo de ese brumoso
panorama es que existe una amplia variedad de opciones posibles de candidatos y
alianzas, así como incertidumbre acerca de los resultados de la contienda.
El aspecto menos halagüeño es que,
recordando a los clásicos, la caballada está famélica.
La
terminación de un sexenio y el inicio de un nuevo gobierno siempre despierta en
los ciudadanos una esperanza que, a pesar de haberse traducido cíclicamente en
decepción, renace cada seis años. Un triunfo de la expectativa sobre la
experiencia.
No obstante, el tenaz optimismo de un
pueblo que estoicamente ha soportado el lastre progresivo de malos gobiernos,
disminuye ante los perfiles de los aspirantes.
Por lo visto, cualquier ciudadano se
cree capaz de ejercer el derecho que le confieren los artículos 35 y 82
constitucionales.
El
ansia de poder obnubila el entendimiento y elimina la autocrítica.
Además, un vistazo al pasado reciente
enaltece nuestra imagen ante el espejo: si Vicente Fox, Felipe Calderón y
Enrique Peña Nieto han ocupado la silla presidencial, ¿por qué yo no? .
Subidos en el globo aerostático de la
autocomplacencia, los precandidatos centran su interés en la estrategia de
campaña: ¿Qué eslogan será el más atractivo? ¿Quién diseñará la publicidad de
mi campaña? ¿Cómo mejorar mi imagen pública? ¿Quién manejará mi relación con
los medios de comunicación? ¿Cómo utilizar las redes sociales? ¿Quién escribirá
mis discursos? ¿Cómo descalificar con mayor eficacia a mis adversarios? ¿Cómo
conseguir apoyos económicos y sobre todo, cómo ocultarlos para evitar ser
sancionado por rebase de gastos de campaña?
Todo el vigor de su osadía se aplica
a las tácticas para ganar la candidatura partidaria o independiente, sin que
medie la mínima reflexión sobre la responsabilidad de gobernar.
Audaces
y desubicados, ninguno de los suspirantes tiene la capacidad ni el interés de
elaborar un plan de gobierno serio, bien sustentado y viable, con metas claras
y métodos bien definidos para alcanzarlas.
Para ellos, lo único importante es
obtener los recursos asignados a los candidatos y partidos, si no para ganar,
al menos para aparecer en la boleta electoral y, si fuera el caso, evitar que
el partido al que se represente pierda su registro.
La
diversificación de las opciones deriva en que ninguno de los contendientes
obtendría más de 30% del voto, lo cual pondría en riesgo la gobernabilidad.
Por
ello se hace necesaria la segunda vuelta.
La lista de la vorágine electorera es
interminable y, hasta ahora, no ofrece opciones convincentes para rescatar al
país del foso profundo al que lo ha conducido la caterva de ineptos que nos ha
desgobernado.
Menciono sólo algunos. Aparte de sus
escasas luces, Miguel Ángel Osorio Chong, quien encabeza las opciones del PRI,
representa el fracaso de la política interior del peñismo, así como sus aspectos
más oscuros relacionados con el aumento de la violencia y la inseguridad, la
violación a los derechos humanos y el espionaje.
Luis Videgaray, el cerebro del
presidente, ha dado malos resultados en las dos secretarías que ha ocupado,
además de estar manchado por la podredumbre de ese partido, al igual que el
resto de sus correligionarios (salvo el doctor José Narro).
En el PAN despunta Margarita Zavala
de Calderón, cuyo mayor mérito es haber sido una primera dama discreta.
Al mismo tiempo, la obsesión de su
marido por imponerla representa su mayor debilidad.
Ricardo Anaya es inteligente y ha
dado buenos resultados como presidente de su partido.
Sin embargo, la posibilidad de ganar
la candidatura es remota, y la de vencer en las elecciones, casi nula.
A pesar de su deficiente desempeño
como jefe de gobierno, Miguel Ángel Mancera es el candidato más viable del PRD,
pero ello pondría en riesgo el registro del partido.
Por tanto, la mejor opción es aliarse
con el PAN o con Morena, que los desprecia.
Dentro de ese páramo, Andrés Manuel
López Obrador encabeza las encuestas.
Tiene el mérito de haber recorrido
todos los municipios del país y haber formado un partido de masas, así como un
discurso adecuado para ellas.
En esa fortaleza electoral radica la
fragilidad de su proyecto.
El amo de Morena mira al pasado, su
retórica respira obsolescencia; su tozudez y aversión a la crítica lo alejan de
los valores democráticos.
Hasta ahora la presencia de los
independientes es mínima; ninguno de ellos alcanzaría 5% del voto.
Hace
falta un candidato con honradez y experiencia probadas, capaz de proponer un
proyecto de gobierno serio y viable, sustentado en valores democráticos y con
visión de futuro que pudiera encabezar una posible alianza entre el PAN y el
PRD para fomentar el desarrollo económico, social y político de la nación.
Mexicanos
con ese perfil no abundan, pero sí existen.
La
alternativa sería que la izquierda lograra unificarse. Cualquiera de las dos
opciones es deseable porque elevaría el nivel de la contienda y obligaría a
fortalecer los proyectos de gobierno de las alianzas partidarias.
Si
ninguna se cristaliza, será difícil superar el raquitismo electorero que se
vislumbra para 2018.
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